FT-CI

Ofensiva guerrerista de Bush

Un intento de redefinir la hegemonía imperialista

01/01/2003

Tomando en cuenta el renovado intervencionismo de EE.UU. en el exterior, como respuesta agresiva a los atentados del 11 de septiembre y basados en su inigualable supremacía militar, muchos analistas sostienen que estamos a las puertas de una nueva era de hiperpoder norteamericano. Partiendo de la crisis de la economía mundial y de los motivos que llevan a EE.UU. a este intento de rediseñar el orden mundial de forma ofensiva, en esta nota discutimos las probabilidades de su éxito en esta empresa o si por el contrario, este nuevo curso puede profundizar la aceleración de su decadencia y la apertura de un “desorden” mundial.

El carácter de la actual crisis económica mundial

La actual crisis se caracteriza por la existencia de grandes presiones deflacionarias (caída de los precios de las mercancías), en el marco de un fuerte desequilibrio en la economía mundial.

La brecha existente entre los países con superávit de cuenta corriente como Europa Continental y Asia, incluido Japón, y los países con déficit, centralmente Estados Unidos, es un factor persistente y potencialmente desestabilizante de la economía global (ver cuadro 1). Esta brecha ha alcanzado la friolera de 2,5% del producto bruto mundial. El nivel de desigualdad de los flujos comerciales ha crecido a niveles nunca vistos en los países industriales en la era de posguerra.

La presión deflacionaria responde a la combinación de dos fuerzas de carácter estructural.

La primera es la inmensa sobreacumulación de capitales que hay en la mayoría de los sectores de la economía, desde las automotrices hasta la producción del acero y, en particular, en los sectores de la informática y las telecomunicaciones (“high tech”), que fueron las ramas dinámicas del anterior ciclo económico centrado en EE.UU. La desaceleración económica de este país, que actuó como consumidor de última instancia y principal motor de la economía mundial desde 1995 en adelante1, ha incrementado la sobreproducción de mercancías a escala planetaria.

La segunda es el importante avance en la internacionalización de la economía. Esto se refleja en el crecimiento del comercio en mucha mayor medida que la producción, la existencia de un mercado financiero global, la oleada de fusiones y adquisiciones en los paises centrales y la relocalización del capital en determinadas zonas de la periferia (México y el NAFTA, Sudeste de Asia y China, la extensión de la Unión Europea a Europa del Este y a algunos países del norte de África o Turquía). Este proceso, que se aceleró a partir de los ‘70 como forma de contrarrestar la tendencia a la caída de la tasa de ganancia, fue adquiriendo una importancia cada vez mayor en el funcionamiento de la economía mundial. Esta nueva división del trabajo que la estrategia productiva de las grandes corporaciones fue imponiendo, ha implicado una creciente gravitación de la ley del valor a nivel mundial. La mayor influencia de las transnacionales, sobre todo en el campo de la producción de bienes transables pero cada vez más en otras áreas de valorización del capital, tiende a la formación de precios mundiales en cada vez más ramas de la economía.

En este marco, resalta la creciente importancia de China como taller manufacturero mundial basado en su abundante mano de obra barata, consecuencia de la enorme reserva que significa la existencia una fabulosa población campesina sobrante. Las exportaciones a bajos precios, tanto de las corporaciones multinacionales instaladas allí como de las propias empresas chinas, son un gran factor depresor de los precios de las mercancías no sólo en la producción liviana (textiles y juguetes) sino crecientemente en las manufacturas e incluso en sectores de tecnología informática. Este rol ubica a China como el cuarto productor industrial después de EE.UU., Alemania y Japón. Sus bajos costos de producción la convierten en un espectacular ensamblador de más del 50% de las cámaras fotográficas en el mundo, el 30% de los aires acondicionados y televisores, el 25% de los lavarropas y casi un 20% de las heladeras. Incluso en productos informáticos, es hoy el tercer productor mundial después de EE.UU. y Japón.

Las fuertes presiones competitivas en el sector exportador de la economía, como la industria manufacturera, son la principal fuente de las presiones deflacionarias que aquejan a las economías de los países centrales. Sin embargo y por primera vez, en la actual crisis económica mundial el sector servicios de la economía no es más inmune a estas presiones, como consecuencia de la mayor integración de la economía mundial y de los avances que ha permitido la tecnología informática. Esto agrava el peligro deflacionario. Aunque este proceso está aún en su infancia (comparado con los sucesivos ajustes en el sector industrial), ya podemos ver sus consecuencias en la caída de la rentabilidad en las ramas que manejan la distribución de mercancías, como las terminales portuarias de la Costa Oeste de EE.UU.
La combinación de estas dos fuerzas, la sobreacumulación de capitales y la mayor internacionalización de la economía, le da a la crisis económica mundial actual un carácter diferente de las distintas crisis capitalistas que se sucedieron en el mundo desde la posguerra, creando el mayor riesgo desde los treinta de una deflación abierta.2

El dólar y la emisión monetaria como principal factor desestabilizador de la acumulación capitalista mundial

Las raíces de la crisis actual hay que buscarlas en la crisis de acumulación capitalista iniciada en los ‘70 y en la respuesta norteamericana a ésta. El fin del boom de posguerra señaló el comienzo de la declinación histórica de EE.UU. El resurgimiento de Japón y Alemania como potencias emergentes, terminó con la abrumadora superioridad económica de Norteamérica y dio origen a la división del mundo en una tríada de potencias imperialistas más o menos equivalentes.
A decir de Ernest Mandel: “...la ley del desarrollo desigual por primera vez en la historia se revirtió contra el imperialismo norteamericano. Las otras potencias imperialistas, que partieron de un nivel de productividad industrial mucho más bajo que el de EE.UU., han modernizado su industria mucho más rápidamente y han logrado a su vez, ventajas de productividad apreciables. Muchas de sus mercancías son, hoy en día, de una calidad parecida y a veces superior y, ante todo, más baratas que las mercancías norteamericanas: los navíos japoneses; los pequeños automóviles europeos y japoneses; las máquinas-herramientas alemanas...” Este retroceso relativo de EE.UU. llevó a su fin al sistema de Bretton Woods.3

Desde entonces, EE.UU. utilizó el nuevo régimen de cambio flexible y la continuidad del dólar como moneda de reserva y medio de pago a nivel mundial como forma de enfrentar la crisis, manipulando en su provecho este privilegio sólo reservado a la potencia hegemónica. Este enorme beneficio económico para EE.UU. le ha permitido vivir más allá de sus medios, cuestión que se ha expresado en un sobreconsumo y en déficits comerciales masivos. Exportando su inflación4, EE.UU. ha aumentando la inestabilidad y las desigualdades de la economía mundial -como demuestra la sucesión de crisis monetarias, financieras y bursátiles a lo largo de las últimas dos décadas-, generando a largo plazo las fuertes presiones deflacionarias que hoy agobian a la economía. En otras palabras, durante este periodo EE.UU. ha actuado crecientemente como el principal desestabilizador de la acumulación capitalista mundial.

Los déficits de cuenta corriente en EE.UU. (y el subsiguiente aumento de la liquidez del dólar a nivel mundial) han sido largamente responsables del inflamiento global del abundante “hot money”. A lo largo de estas décadas, esta masa dineraria ha sido dirigida a canales especulativos, ayudando a crear booms y depresiones alrededor del mundo. También ha sido un combustible esencial para el sistema crediticio norteamericano.

Aunque menos apreciada, la exportación de inflación por EE.UU. ha sido el principal motor para la sobrefinanciación de las industrias que producen bienes para la exportación. Ya sea Japón a fines de los ‘80, el Sudeste Asiático durante los ‘90 o en estos días China, el hipertrofiado sector financiero de EE.UU. ha sido, directa o indirectamente, la fuente original de la mayor parte del financiamiento global disponible. El sobreabundante financiamiento norteamericano es el responsable de la sobreinversión en el sector manufacturero que hoy ejerce una presión hacia abajo en el precio de las mercancías. En otras palabras, China puede estar hoy “exportando deflación” pero la raíz última debe buscarse en la exportación inflacionaria de EE.UU.
El resultado de todo esto ha sido una declinación del dinamismo de la economía mundial, a pesar del mini boom norteamericano de la segunda mitad de los ‘90 (ver cuadro 2). Como plantea Robert Brenner: “La subyacente debilidad del sistema en su conjunto y su componente norteamericano, se manifiesta en el hecho de que, durante el curso del ciclo de negocios de los ‘90, la performance económica de las economías capitalistas avanzadas tomadas de conjunto fue, para todas las medidas promedio -crecimiento del PBN, ingreso per capita, productividad del trabajo y salarios reales, así como el nivel de desempleo-, no mejor que durante los ’80. Este último fue en sí mismo menor que en los ‘70, el cual por supuesto no se aproxima al de los ‘60 o los ‘50.” (Robert Brenner, “The economy after the boom: a diagnosis”, Against the current).

El perro que se muerde la cola

A mediados de los años ‘20, Trotsky señaló el desplazamiento del eje de la economía mundial de la declinante Europa (y en particular de Inglaterra) hacia los ascendentes EE.UU., alertando al mismo tiempo sobre las consecuencias que tendría el creciente sometimiento del viejo continente en la propia Norteamérica. “Se dice en el arte militar, que quien envuelve al enemigo y le corta, queda a menudo cortado el mismo. En la economía se produce un fenómeno análogo: tanto más somete EE.UU. bajo su dependencia al mundo entero, tanto más caen ellos mismos bajo la dependencia del mundo entero, con todas sus contradicciones y conmociones en perspectiva.” (“Europa y América”, discurso pronunciado por Trotsky en Moscú, 1926).

Aunque esta cita se refiere a la emergencia de EE.UU. como potencia hegemónica, también puede aplicarse a este periodo de su declinación histórica. Precisamente, lo novedoso de la crisis actual es que la política norteamericana de derivar sus propias dificultades sobre el mundo entero, está comenzando a redundar en que las fuertes presiones deflacionarias manifiestas a nivel mundial hoy acechan también a la economía de EE.UU., limitando su capacidad para salir de la crisis con los mismos mecanismos que utilizó en el pasado.

Si tomamos la más amplia medición de los precios en la economía, se comprueba que estos han crecido menos de un 1% en los últimos doce meses5, el menor incremento en los últimos 50 años. Más aún, salvo algunos ítems que representan menos del 7% del total, el resto de los componentes del índice de precios experimenta una caída que llega en el caso de las computadoras personales al 21% anualizado. En otras palabras, la deflación en los precios de las corporaciones ya es una realidad y se está incrementando en EE.UU. Ligado a lo anterior y según estadísticas del Departamento de Comercio, las ganancias de las corporaciones en el ingreso nacional están cayendo.

Por su parte, los niveles récords de endeudamiento doméstico, tanto de las corporaciones como de los consumidores (tarjetas de crédito, hipotecas, etc.) son una pesada carga sobre el cuerpo económico. Las defraudaciones, defaults y bancarrotas están en alza. Crecen las bancarrotas empresariales frente a la acumulación de deudas. El último caso resonante es el de United Airlines, la segunda línea de aeronavegación comercial, incapaz de pagar una deuda de 900 millones de dólares este mes. El Estado de California, la quinta economía del mundo, está al borde de la quiebra fiscal después de la fenomenal caída en sus ingresos provenientes de los años del boom de la industria informática.

Si no fuera por la excepcional baja de las tasas de interés adoptada por la Reserva Federal, sumada al abrupto y amplio giro desde un superávit hacia un creciente (y en ascenso) déficit fiscal junto a la aceleración de la expansión monetaria y crediticia, la economía norteamericana habría caído en recesión a lo largo del 2002. Sin embargo, a pesar del aumento y la abundancia de liquidez, el sector manufacturero sigue retrocediendo, lo que demuestra que la depresión en la manufactura no es de carácter cíclico sino de tipo estructural.

En este marco, una recuperación del crecimiento global impulsada por EE.UU. sólo podría agravar su ya abultado déficit de cuenta corriente, cuyo financiamiento a lo largo de las últimas décadas ha redundado en un endeudamiento externo equivalente a un 25% de su PBN (exacerbando los peligrosos desequilibrios de la economía mundial y aumentando el riesgo siempre presente de una caída abrupta del dólar). En otras palabras, esta alternativa significaría para la economía mundial al igual que en el 2002, una reedición de la débil y desigual recuperación, motorizada por una crecientemente insostenible posición a largo plazo de EE.UU.

Aunque este escenario en lo inmediato sigue siendo el más probable, en el marco de las presiones deflacionarias y su creciente endeudamiento externo, aumentan las perspectivas de que EE.UU. intente monetizar su deuda. Recientemente Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal, señaló que el gobierno norteamericano no dudará en utilizar todos los recursos a su disposición para evitar que la deflación llegue a EE.UU. Como planteó más explícitamente uno de sus colegas en la FED:

“...el gobierno de Estados Unidos tiene una tecnología llamada la “máquina de imprimir” (o su equivalente electrónico), que le permite producir tantos dólares como desee, esencialmente sin costo. Incrementando la cantidad de dólares en circulación, o aún con la amenaza creíble de hacerlo, el gobierno de EE.UU. puede reducir el valor del dólar en términos de bienes y servicios, lo cual es equivalente a elevar los precios en dólares de aquellos bienes y servicios. Nosotros concluimos que, bajo un sistema de papel moneda, un gobierno determinado puede siempre generar gastos mayores y por tanto una inflación positiva... Si caemos en deflación... nosotros podemos tener la tranquilidad de que la lógica del ejemplo de la máquina de imprimir debe imponerse por sí misma y que suficientes inyecciones de dinero van siempre a revertir finalmente la deflación.” (Ben Bernanke, “Deflation: Making Sure ‘It’ Doesn’t Happen Here”, discurso pronunciado el 21 de noviembre en Washington).

En el marco de las fuertes tendencias recesivas que aquejan a la economía mundial, una medida como ésta sería extremadamente deflacionaria para el resto del mundo, generando la posibilidad de un emponzoñamiento de las relaciones comerciales interimperialistas. Recientemente, el viceministro japonés de asuntos internacionales, Haruhiko Kuroda, alardeó sobre la necesidad de una devaluación del yen.6 La mera sugerencia de estas políticas de reflación a través de una depreciación de la moneda a uno y otro lado del Pacifico, muestra los riesgos de un ciclo de devaluaciones competitivas, que podría abrir un horizonte altamente traumático para la economía internacional y los mercados financieros mundiales. No nos olvidemos que la sucesión de devaluaciones competitivas en los ’30 fue lo que llevó a la virtual fractura del comercio internacional y a la formación de bloques económicos hostiles. Este marco es propicio para la politización de las disputas comerciales, la búsqueda de chivos expiatorios y la apelación a la xenofobia, con las exportaciones chinas y el “peligro amarillo“ como un adversario probable. Todo esto, junto a las crecientes tensiones geopolíticas, puede significar el test más importante para la creciente internacionalización de la economía. En otras palabras, que la aguda contradicción entre ésta y la continua existencia de estados nacionales adquiera un carácter más abierto y pronunciado.

El otro riesgo latente es que una fuerte devaluación del dólar puede disparar una fuga de capitales de EE.UU., debilitando el rol de la moneda norteamericana como pilar del sistema monetario internacional. La necesidad de una política ofensiva contra la deflación es consistente con los intereses domésticos de la mayor nación deudora del planeta, pero no para los acreedores externos de ésta. Como plantea el analista Paul Kasriel de Northern Trust: “Los inversores globales pensaban que ellos estaban usando sus adelantos de fondos en una forma que incrementaría la probabilidad del pago a ellos del principal, interés y dividendos en “dólares honestos”, mientras que las acciones indicadas por la FED para derrotar la deflación generarían precisamente el resultado opuesto. Con rendimientos ajustados a la inflación en los mercados monetarios en el extranjero ya más altos que lo que están en los EE.UU., usando el 1- ½ millón de dólares diarios adelantados a nosotros por el resto del mundo en formas “improductivas”, y siendo la nación deudora más grande del mundo, no es realmente sabio tener a los funcionarios del banco central públicamente diciendo que ellos están listos para echar a rodar la máquina de imprimir moneda”7.

Por tanto, una depreciación significativa del dólar realizada sin ningún acuerdo de coordinación internacional podría tener traumáticas consecuencias inintencionadas para EE.UU. Debido a que a todos los bloques económicos les conviene una política reflacionaria, las chances de hacerlo en forma coordinada son pocas. En este marco, si Norteamérica intenta imponer su hegemonía y aplicar una salida unilateral, la resultante podría ser más temprano que tarde grave para la misma. Es decir, si bien EE.UU. puede intentar otra vez hacer frente a su crisis descargándola sobre el resto del mundo, han aumentado las probabilidades de que esta salida mine gravemente uno de los pilares fundamentales de su propio poderío en las últimas décadas: el dólar. Esta realidad es uno de los factores fundamentales que explica el giro de Bush hacia el uso del poderío político y militar de EE.UU. para sostener su posición económica en el mundo.

Declinación histórica y mutaciones en las formas de dominio (el poderío norteamericano en las últimas tres décadas)

La declinación histórica de EE.UU. iniciada a comienzos de los ‘70, implicó una mutación en su forma de dominio, comparado con el cenit de su hegemonía. Gracias a estas transformaciones, EE.UU. pudo administrar bastante exitosamente el declive de su hegemonía. Sin embargo, como pusieron de manifiesto en forma brutal los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono, los mecanismos de dominio que EE.UU. utilizó en las últimas décadas están chocando con límites insalvables, que le están imponiendo un nuevo giro a la política imperialista.

- La hegemonía norteamericana en la «posguerra
A la salida de la Segunda Guerra Mundial, el poderío norteamericano se caracterizó esquemáticamente por la combinación de los siguientes elementos:
El despliegue de una fuerza militar sin precedentes, con bases semi permanentes en una importante cantidad de países8, sumado a una serie de alianzas político militares, como la OTAN o el Tratado de Defensa Norteamericano-Japonés, que garantizaban el apoyo político militar del resto de las potencias capitalistas a los dictados de EE.UU.; el acuerdo con la URSS que dividió el mundo en “zonas de influencia”, conocido como el Orden de Yalta, por el cual, al mismo tiempo que se mantuvo la competencia entre los dos regímenes sociales opuestos (“guerra fría”), la burocracia estalinista se comprometió al mantenimiento del statu quo mundial; la generalización, sobre estas bases, del “americanismo” en las principales potencias imperialistas y en partes importantes del mundo semicolonial, que acompañó al despliegue de la expansión del capital norteamericano por el mundo y provocó la reconstrucción capitalista y la recuperación de Europa y Japón.

Este periodo ha sido calificado como de “hegemonía benigna” o “benevolente”. La clave de dicho comportamiento, estuvo basada en la necesidad de EE.UU. de contener el avance de la influencia comunista tanto en Europa como en Japón, ambos devastados por la guerra. El estado imperialista norteamericano actuó como garante de la “libre empresa”, promoviendo como base para la consolidación política de su hegemonía el éxito económico de sus aliados y competidores, a la vez que recreaba un mercado para la expansión de sus multinacionales en el extranjero. Así, al tiempo que EE.UU. se aseguraba que sus firmas se quedaran con la “parte del león” de la acumulación capitalista mundial, permitió y alentó el extraordinario crecimiento que Alemania y Japón, las dos potencias derrotadas en la Segunda Guerra, tuvieron durante el “boom”.9

Durante este periodo, al buscar asegurar su reproducción hegemónica, EE.UU. no sólo proseguía sus propios intereses a expensas de sus rivales sino que lo hacía garantizando las condiciones generales de la expansión capitalista, en la cual ellos también estaban interesados.

- El comienzo de la declinación histórica de EE.UU.

La crisis de acumulación capitalista de comienzos de los ‘70, la emergencia de potencias competidoras y el ascenso obrero y popular del ‘68/’81, tanto en los países centrales pero en forma más aguda en la periferia, socavaron la relativa estabilidad del Orden de Yalta, hegemonizado por EE.UU., cuestionando las bases de su dominio.
El empantanamiento del ejército norteamericano en Vietnam, fue el punto de inflexión que motorizó una serie de cambios en los mecanismos de su dominación a partir de la presidencia de Nixon. Como plantea Henry Kissinger en su libro La Diplomacia: “Para Nixon, el angustioso proceso de sacar de Vietnam a EE.UU. había sido, a fin de cuentas, un esfuerzo por mantener la posición del país en el mundo. Aún sin ese purgatorio, habría sido necesaria una gran revaluación de la política exterior norteamericana, pues se acercaba a su fin la época del predominio norteamericano casi total en el escenario mundial. La superioridad nuclear de EE.UU. iba reduciéndose, y su supremacía económica ya era desafiada por el dinámico crecimiento de Europa y de Japón, restaurados ambos con recursos norteamericanos y protegidos por garantías de seguridad de EE.UU. Lo de Vietnam finalmente mostró que ya era hora de revaluar el papel de EE.UU. en el mundo en desarrollo y en encontrar algún terreno firme entre la retirada y la expansión excesiva. ”

Esta revaluación tuvo un carácter defensivo durante las presidencias de Nixon, Ford y Carter en la década de los ‘70; fue adquiriendo un carácter cada vez más ofensivo con Reagan en los ‘80, continuando con la presidencia de Bush padre y Clinton en los ‘90 después de la caída de la ex URSS. La misma incluyó:

- Una política intervencionista más cauta y de operaciones militares más restringidas del ejército norteamericano en el extranjero, como consecuencia de la existencia del “síndrome de Vietnam”. El apoyo a regímenes autoritarios, que fue una constante del gobierno norteamericano durante la guerra fría, fue reemplazado por operaciones encubiertas de fuerzas irregulares, como la “contra” en Nicaragua o los mujaidines en Afganistán y, por otro lado, por una política de promoción de los derechos humanos y aperturas democráticas, como forma de prevenir estallidos revolucionarios en la periferia que lo obligaran a una intervención directa y a un desgaste mayor.10 En los ‘90, las “guerras humanitarias” se convirtieron en el principal ropaje de la creciente intervención imperialista como demostró la Guerra de Kosovo.

 El giro de la política exterior norteamericana de una política de contención hacia la política de Detente con la ex Unión Soviética, junto a la apertura diplomática hacia China para contener a Moscú, le permitieron a EE.UU. entablar una negociación con el Kremlin para obtener una serie de concesiones en el terreno nuclear y en las zonas calientes de la periferia donde la burocracia estalinista aún conservaba influencia. Posteriormente, durante la década de los ‘80, la carrera armamentística y la promoción ofensiva de la bandera de los derechos humanos como fundamento de su política exterior, fueron utilizadas por Reagan como arma para obtener la capitulación de Gorbachov a los dictados del plan imperialista.

 La creación de organismos ad hoc, como la trilateral o el G-7, le permitieron a EE.UU. negociar (y contener) el ascenso de las potencias imperialistas competidoras y obtener ventajas económicas y acuerdos de coordinación, como el Acuerdo de Plaza de 1985, que posibilitó una fuerte devaluación del dólar frente al agudo deterioro de la manufactura y de la economía norteamericana. Esto en el marco de que la existencia de la URSS, aunque debilitada, hasta su completa disolución en 1991 permitió la continuidad de la unidad política e ideológica de las potencias capitalistas.
Todos estos cambios permitieron una recomposición relativa de la hegemonía norteamericana, comparado con el periodo de zozobra de los ‘70. Esto fue posible porque el ascenso obrero y popular del ‘68/’81 fue desviado en los países centrales y derrotado en forma sangrienta en la periferia.

- La ofensiva neoliberal
Sobre este cambio de la relación de fuerzas, desfavorable para el movimiento de masas, fue que al inicio de los ‘80 pudo asentarse la ofensiva neoliberal, que permitió una recomposición de las ganancias capitalistas aunque sin revertir fundamentalmente la pérdida del dinamismo de la acumulación capitalista que caracterizó a la economía mundial en los últimos 30 años.

Esto se expresó en el aumento de la financiarización, fenómeno que acompañó al crecimiento económico no sólo en los ‘80 (cuando la tasa de inversión se mantuvo baja), sino especialmente en los ‘90, cuando la prosperidad económica norteamericana fue acompañada por un desarrollo descomunal de los mercados e instrumentos financieros.

Durante las últimas décadas, el capital fue capaz de liquidar conquistas significativas de los trabajadores (más agudamente en los países anglosajones como Inglaterra y EE.UU.) sin apelar a métodos contrarrevolucionarios directos como en los ‘30. Además, pudo establecer nuevos términos leoninos en su relación con la periferia, reduciendo significativamente los márgenes de maniobra que las burguesías de los países semicoloniales gozaron durante los ‘70 (expresados, por ejemplo, en el aumento de los precios de las materias primas, en especial de los precios del petróleo).

En los países semicoloniales, se redobló la opresión imperialista a través de la doble carga del pago oneroso de la deuda externa y del deterioro en los términos de intercambio de las materias primas, derivando en el empobrecimiento de amplias zonas de la periferia.

En los países centrales, la ofensiva neoliberal redundó en el aumento de la explotación y en el deterioro en las condiciones de vida de los trabajadores, liquidando el “pacto fordista” que ató el trabajo al capital durante el boom de posguerra.
Sin embargo, nuevas tendencias asociadas con el ascenso del sector de los fondos de inversión colectiva y la aparición de una “cultura de la inversión” recrearon, fundamentalmente en una porción importante de sectores de clase media y capas altas de los trabajadores, la percepción de la existencia de un vínculo entre éstos y los intereses del capital financiero, que ayudaron a la consolidación hegemónica del “neoliberalismo”.11 El llamado Consenso de Washington expresó la extensión de esta hegemonía a los países de la periferia, aunque en este caso su impacto fue limitado a la elite y a los sectores altos de las clases pudientes, a diferencia de la base social más amplia que las políticas neoliberales gozaron en los países imperialistas. Esta política se profundizó después del ‘89, con el avance de la restauración capitalista tanto en Europa del Este como en la ex URSS, como producto del aborto de los procesos revolucionarios anti estalinistas y fundamentalmente en China después de la masacre de la Plaza Tian an Men.

- El equilibrio inestable de los ‘90
Es sobre estas bases que se estableció el equilibrio inestable de los ‘90. Durante este periodo, EE.UU. se fortaleció en forma relativa con respecto a sus competidores, lo que le permitió absorber exitosamente las consecuencias desestabilizantes de la caída del Orden de Yalta y evitar que éstas golpearan sobre su hegemonía. Esto se combinó con el retroceso como actores políticos internacionales de Japón y en forma relativa de la Comunidad Europea. El primero como consecuencia del estancamiento de su economía durante toda la década, y la Comunidad Europea al estar concentrada en contener la inestabilidad proveniente del Este (anexión de la RDA por Alemania Occidental, desmembramiento de los Balcanes, revolución en Albania, etc.) y en las propias contradicciones de su construcción. A su vez, la derrota de Irak a comienzos del ‘91, garantizó la continuidad de una relativa estabilidad en la periferia, que se expresó en la oleada de los llamados “mercados emergentes”.

Sin embargo, con el paso del tiempo se fueron acumulando una serie de contradicciones y fuerzas antagónicas que, una a una, fueron saliendo a la superficie en los últimos años del siglo pasado: desde la crisis del Sudeste Asiático y las sucesivas crisis de los llamados “mercados emergentes”; la emergencia del movimiento anticapitalista en los países centrales; el estallido de la segunda Intifada en Palestina, el creciente antinorteamericanismo en Medio Oriente y la resistencia a los planes neoliberales en América Latina; el rechazo de las otras potencias al curso inicial del gobierno de Bush; hasta la crisis de la economía norteamericana que arrastró a la economía mundial en su conjunto a la caída. El atentado del 11/09 actuó como catalizador y acelerador de todos estos elementos que se vinieron acumulando en la situación mundial, señalando la ruptura del equilibrio inestable de la década pasada.

Razones estructurales para la redefinición de la política norteamericana

Durante los ‘90, el capital pudo extender geográficamente su dominio a áreas que antes le estaban vedadas, al tiempo que EE.UU. aumentó su margen de maniobra en el terreno militar y su confianza en la utilización de la fuerza luego de la caída de la ex URSS. Al mismo tiempo, estos resultados generaron toda una serie de contradicciones que, latentes durante la década, se expresaron con fuerza al final de la misma, como el creciente impacto de la periferia sobre el centro y la creciente rivalidad interimperialista que pusieron de manifiesto los atentados del 11/09 y la respuesta norteamericana a los mismos. Esto en el marco de la crisis económica mundial, que ha implicado una pérdida de hegemonía del capital financiero en el plano interno de EE.UU. y un creciente cuestionamiento al modelo neoliberal a nivel mundial.

- La pérdida de hegemonía del capital financiero y del modelo anglosajón
Las fabulosas caídas accionarias y los escándalos corporativos como el de Enron y World Com, han puesto en cuestionamiento la ascendencia que el capital financiero venía teniendo desde el inicio de la ofensiva neoliberal a principios de los ‘80 y que tuvo su punto culminante con la burbuja especulativa de fines de la década pasada.
La pérdida de confianza en el modelo “anglosajón”, como modelo de negocios y de organización empresarial, no sólo entre las masas sino también en las elites de los diversos países, tiene un significado opuesto al triunfalismo que emergió tras la “derrota del comunismo” y que fue el sustento ideológico que acompañó al crecimiento norteamericano de la última década y a la expansión geográfica del capital (la llamada “globalización”).

En EE.UU., la ira de amplios sectores de la población contra los managers de las empresas y las principales instituciones del sistema financiero como las firmas auditoras, los bancos de inversión y las consultoras -que encubrieron y se beneficiaron con el saqueo de la riqueza de los trabajadores de sus propias compañías y hasta de los accionistas-, amenaza de no ser canalizada, con cuestionar las reglas del propio sistema capitalista.12 La pérdida de hegemonía del capital financiero, unido por uno y mil lazos al sistema político norteamericano, pone en entredicho la base social de éste último, lo que puede dar lugar a nuevos fenómenos políticos. La “guerra contra el terrorismo” es utilizada por Bush, aprovechando la conmoción creada por el 11/09, para desviar las consecuencias de esta descomposición del sistema social y político norteamericano hacia un enemigo externo.

- El aumento de la rivalidad interimperialista, en especial con Europa
La caída de la URSS, eliminó los factores que alineaban al resto de las potencias imperialistas tras el orden mundial hegemonizado por EE.UU. bajo el interés común del combate a la amenaza comunista. Sin este elemento, la primacía americana dejó de ser un requisito automático para el mantenimiento del statu quo mundial. A partir de la caída del Orden de Yalta, la competencia y las divergencias entre las potencias imperialistas comenzaron a expresarse en forma más abierta y con un grado de independencia impensado hace sólo algunas décadas. La muestra más aguda de esto ha sido la creciente rivalidad entre Europa y EE.UU., que se ha exacerbado frente al intento norteamericano de atacar Irak.

Como plantea la agencia Stratfor: “El objetivo último de Europa es convertirse en una superpotencia; un objetivo que es tan natural así como el giro de EE.UU. a prevenir la emergencia de cualquier otra superpotencia. Haciendo a un lado los detalles diplomáticos, esta disputa ha moldeado las relaciones entre EE.UU. y Europa desde el fin de la guerra fría. Esta disputa estratégica de largo plazo no es probable que se convierta en un conflicto militar; va a ser peleada a través de la competencia diplomática y económica. Las armas de Europa incluyen su proceso de unificación, su economía, la fortaleza del Euro contra el dólar y la influencia política de Europa en los países en desarrollo. También incluye la competencia con EE.UU. por los mercados extranjeros, la habilidad para tender un puente ante la creciente brecha entre las naciones desarrolladas y las naciones en desarrollo y la capacidad de limitar lo que muchos europeos ven como un instinto militar agresivo de EE.UU. La resistencia europea a los planes de Washington para Irak debería ser considerada en el contexto de esta pelea por la influencia global.” (Stratfor, 04/12/02).

- La inestabilidad de la periferia y su impacto en el centro
La creciente internacionalización de la economía, los efectos devastadores de la ofensiva neoliberal, la desintegración de la ex URSS como unidad estatal y la liquidación del aparato estalinista como garante del orden imperialista, alteraron la relación establecida entre el centro y la periferia, aumentando la vulnerabilidad de las potencias imperialistas a la creciente inestabilidad de las “zonas calientes” en la periferia.

La inmigración masiva por motivos económicos; la existencia de la mayor cantidad de refugiados desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, producto de los innumerables conflictos nacionales, étnicos, tribales o guerras civiles que se han sucedido tanto en la ex zona de influencia soviética (Bosnia, Kosovo, Chechenia, Cáucaso), como en el corazón de África (Ruanda), entre otras regiones; la proliferación de armas de destrucción masiva, liquidando el monopolio de las mismas por parte de las grandes potencias; la extensión del terrorismo cuya operatividad tiene alcance no sólo local sino internacional; los crecientes enfrentamientos políticos y tensiones en importantes zonas de la periferia claves en recursos como Venezuela o Medio Oriente; son sólo una muestra de los innumerables problemas que con distintos grados de intensidad y peligrosidad, afectan la economía y hasta la seguridad interna de los países centrales.
Esta creciente agitación en la periferia es lo que empuja a EE.UU. así como a otras potencias imperialistas a una mayor intervención político militar. Esto es lo que señala un especialista sobre Medio Oriente en el último número de Foreign Affairs, la principal revista sobre política exterior del establishment norteamericano: “Es cruel e injusto pero cierto: la pelea entre los gobernantes e insurgentes árabes es ahora una preocupación americana. En 1970 y 1980, el edificio político y económico del mundo árabe comenzó a ceder. Tendencias demográficas explosivas superaron lo que había sido construido en la era de la pos independencia y luego un islamismo furioso sopló como un viento mortal. Prometió solaz, sedujo a los jóvenes y proveyó los medios y el lenguaje del rechazo y el resentimiento. Durante un tiempo, las fracturas de este mundo estuvieron confinadas a su propio terreno, pero la migración y el terror trasnacional alteraron todo esto.

El fuego que comenzó en el mundo árabe se expandió a otros sitios, con EE.UU. mismo como el principal objetivo de un pueblo humillado que no creía más en que la justicia podía ser asegurada en su propia tierra por sus propios gobernantes. Fue el 11 de septiembre y su demoledora sorpresa, lo que inclinó la balanza sobre Irak, desde la contención hacia el cambio de régimen...”

Son estos motivos los que empujan a un dominio imperial más directo, cuya expresión más abierta es la proyectada guerra contra Irak y el intento norteamericano de redefinir el orden político de Medio Oriente basado en su control político y militar de ese país clave. Un triunfo militar en Irak, le permitiría a EE.UU. ejercer una enorme influencia en esta región estratégica. Esto fortalecería a su aliado, el estado sionista de Israel, ayudaría a imponer una salida reaccionaria contra las masas palestinas y debilitaría el poder de las burguesías árabes para manipular los precios del petróleo, socavando las bases de apoyo de muchos de los regímenes de la región. Un avance imperialista de tal carácter y magnitud, significaría un giro radical en las formas de dominación de la periferia por parte de EE.UU., que en su ascenso y para desplazar el control de las potencias europeas reemplazó el viejo colonialismo por estados “clientes” y formas semicoloniales, es decir, países con independencia formal pero atados por cada vez mayores lazos económicos, políticos y militares al imperialismo. Este giro descarta una vuelta a las viejas formas coloniales que plantea la fanfarria de la extrema derecha conservadora y el establecimiento de una administración militar en Irak ”a lo MacArthur”, pero implica formas de dominio sostenidas en una mayor presencia norteamericana.

El nuevo intento de rediseñar el mundo: fortaleza táctica y debilidad estratégica

La política de Bush, busca cohesionar una base social interna reaccionaria detrás de una política exterior guerrerista y agresiva en la periferia. Esta presenta características neoimperiales en importantes áreas como Medio Oriente y tiene una matriz unilateral, aunque no descarta la cobertura “multilateral”, con el objetivo de asegurarse estratégicamente considerables ventajas geopolíticas en la disputa con las principales potencias imperialistas competidoras.

La primer muestra de este curso fue la guerra de Afganistán, realizada sin aprobación de la ONU y, a diferencia de la Guerra de Kosovo, con las potencias de la OTAN relegadas a un rol secundario. Otra muestra es la extensión del aparato militar norteamericano, con la instalación de seis nuevas bases en los estados de Asia Central y su proyección hacia el Cáucaso, antigua área de influencia de la ex Unión Soviética. Finalmente, el propósito de Bush de realizar un “cambio de régimen” en Bagdad, es su objetivo declamado más ofensivo.

La nueva “doctrina Bush” plasma este curso agresivo y militarista en una nueva estrategia de seguridad nacional. La misma marca el fin de la estrategia militar de distensión que dominó la era de la posguerra. Oficialmente señala el giro de EE.UU. hacia una política militar preventiva, cuyos principales elementos pueden resumirse de la siguiente manera: el poderío militar norteamericano debe ser lo suficientemente fuerte para disuadir a sus potenciales adversarios de intentar desafiar la supremacía militar norteamericana. EE.UU. es libre de tomar acciones preventivas contra aquellos estados que considere hostiles. EE.UU. debe mantener la superioridad nuclear como arma coercitiva para prevenir la expansión de las armas nucleares, medida más efectiva que cualquier tratado de limitación de armas atómicas.

En síntesis. Si en las últimas tres décadas EE.UU. venía utilizando a su favor los atributos de su posición hegemónica para obtener ventajas en el terreno económico y comercial, hoy en día busca extender este rol al terreno geopolítico. Este rol norteamericano de proseguir su interés nacional en forma tan estrecha y exclusiva, buscando asegurarse una ventaja estratégica en la manutención de su hegemonía, es la principal fuente de tensiones en el sistema internacional. Gracias a la combinación de inseguridad, el temor de la población posterior al 11/09 y a su inigualado poderío militar, EE.UU. está posiblemente embarcándose en una nueva era de aventurerismo imperialista.

En teoría, de tener éxito este comportamiento podría asegurarle una ventaja inmediata a EE.UU., pero al precio de debilitar -a pesar de sus intenciones-, su consolidación estratégica. Un curso unilateral sostenido podría socavar las bases de sustentación de las instituciones garantes del orden mundial desde la posguerra, al tiempo que el desprecio por la visión y los intereses de las otras potencias, puede transformar la confianza de éstas en una fuerte hostilidad hacia EE.UU.

Los consensos cada vez más difíciles en la ONU, que amenazan con convertirla en una nueva Liga de las Naciones, la OTAN dejada a un lado como pilar de la Alianza Atlántica, el rechazo de EE.UU. a todo tipo de tratado internacional que implique alguna cesión de su soberanía y la generalización de la política militar preventiva en las relaciones interestatales, podrían generar un enorme “desorden” mundial. Por ejemplo, ya la propaganda unilateralista norteamericana llevó a altas jerarquías rusas, como el ex Ministro de Energía Nuclear, a amenazar con “borrar a Chechenia del mapa si los chechenos recurren al chantaje nuclear”. A su vez, el primer ministro australiano John Howard afirmó que su país tomaría acciones militares preventivas contra grupos terroristas en otros países de la región, cuestión que desató el repudio de las todas las naciones del Sudeste Asiático y que, de realizarse, sería considerada como un “acto de guerra”, según sostuvo Mahathir, el premier de Malasia.

De llevarse hasta el final, el unilateralismo norteamericano podría hacer pegar un salto a los roces entre las potencias y de esta manera persuadir a los otros poderes para combinarse contra él, al ver a EE.UU. no como garante del orden mundial sino como una amenaza contra el mismo. Como afirma Stratfor: “El futuro de las relaciones entre EE.UU. y Europa está también en juego. En los ‘90, Europa de conjunto cesó de posicionarse a sí misma como un aliado “junior” de EE.UU., emergiendo en cambio como un híbrido entre rival – aliado. El conflicto sobre si lanzar una guerra contra Irak puede llevar esta evolución a una próxima fase: si Washington toma una acción unilateral contra Bagdad, los dos lados podrían convertirse estrictamente en rivales.” (Stratfor, 04/12/02). En ultima instancia, el unilateralismo puede debilitar los intereses norteamericanos a largo plazo y acelerar las disputas por la hegemonía mundial.

Divisiones interimperialistas y lucha de clases

Para el marxismo, el nivel de las contradicciones interimperialistas es un elemento fundamental para determinar la relación de fuerzas entre las clases a nivel internacional. Durante las últimas décadas, a pesar de la creciente disputa económica y comercial, las principales potencias se mantuvieron esencialmente unidas en el terreno político y geopolítico, a pesar de importantes roces como los que se mostraron durante el conflicto en los Balcanes. Esto fue un elemento esencial, junto al impacto de la derrota y desvío del ascenso de los ‘70, para profundizar la ofensiva capitalista y consolidar una relación de fuerzas desfavorable para las masas.
No hay lugar donde se haya expresado mejor esta tendencia que en la periferia, donde a pesar de sus importantes disputas en el terreno monetario o del mercado de capitales, las principales potencias compartieron la expoliación del mundo semicolonial, como se expresó en el apoyo a los planes del FMI y en los negocios de los distintos imperialismos con China.

La profundidad de la crisis económica y el nuevo intento de rediseñar el mundo por parte de EE.UU., buscando ventajas geopolíticas, podrían empeorar cualitativamente la relación entre las distintas potencias imperialistas. Este elemento es una cuestión central a la hora de definir la posibilidad de un cambio en la relación de fuerzas entre las clases. La exacerbación de las disputas interimperialistas, no sólo en el plano económico sino más decididamente en el plano político y geopolítico, puede abrir importantes brechas en las alturas y dar origen al desarrollo de “eslabones débiles” del sistema imperialista mundial, que de ser utilizados por el movimiento obrero y de masas pueden debilitar al orden imperialista en su conjunto.

Ya la actual política de Washington ha llevado a un deterioro significativo de su dominio en su patio trasero, América Latina, comparado al menos con su avance durante la primera mitad de la década pasada. Esto puede verse en la creciente agitación política y social que recorre la región desde las jornadas revolucionarias en Argentina, el ascenso al gobierno de fenómenos como el de Lula en Brasil y otras variantes reformistas en algunos países del continente o la agudización del enfrentamiento entre la revolución y la contrarrevolución en Venezuela. En esta última, enfocado obsesivamente en Irak y tratando de conseguir consenso para una guerra contra éste, EE.UU. ha debido refrenarse de actuar y apoyar abiertamente un nuevo intento de golpe, que sería fuertemente cuestionado por sus aliados. Este es uno de los motivos que explica la permanencia de Chávez en el gobierno a pesar de la paralización de la vital industria petrolera.

En el plano superestructural, dos países claves como Alemania y Corea del Sur, donde aún hoy hay una masiva presencia de bases y personal militar norteamericano, en las últimas elecciones han ganado los candidatos que han sido vistos como menos alineados con EE.UU. En Alemania, el candidato socialdemócrata que venía detrás en las encuestas por su desgaste interno, se impuso rechazando la guerra contra Irak. En Corea del Sur, triunfó el candidato que cuestionaba el alineamiento automático con EE.UU. y que pugnaba por una política de diálogo con Corea del Norte. Lo más significativo, es que esto se da en el mismo momento en que Corea del Norte, la parte asiática del “eje del mal”, ha desatado una crisis nuclear con el objetivo de obligar a EE.UU. a negociar, consciente de que éste no puede afrontar una guerra en dos frentes.

Estos no son datos menores. Corea del Sur y Alemania fueron dos de los pilares del orden norteamericano de posguerra, uno en el continente europeo y el otro junto con Japón en Asia. Si estos casos se multiplican, EE.UU. puede quedar aislado. Su actual giro neoimperial, lejos de augurar una nueva era de hiperpoder norteamericano, quizá esté preanunciando los primeros signos de descomposición de su dominación imperialista.

La prueba de Irak

Irak concentra el conjunto de los desafíos que están en juego para el poderío norteamericano en la nueva situación abierta después del 11/09. No sólo en relación a las masas, tanto de los países centrales como de la periferia, sino también en cuanto a la relación de EE.UU. con las burguesías vasallas de los países semicoloniales, así como con las grandes potencias.

Salvo en EE.UU., donde como demostraron las últimas elecciones Bush cuenta con un importante respaldo, en el resto de los países centrales la mayoría de la población, en particular en Europa, es hostil a la guerra, como demuestran las encuestas de opinión y las movilizaciones pacifistas masivas tanto en Florencia como en Londres. En los países de la periferia, a pesar de la poca simpatía que genera Hussein, la guerra es claramente vista como una actitud imperialista que busca apoderarse de un recurso clave como el petróleo. Esta percepción, junto con el apoyo de EE.UU. a Israel contra la Intifada y su hostilidad general hacia el mundo musulmán, están llevando a que el antiamericanismo esté en uno de sus niveles más altos. Anthony Zinni, el antiguo líder del Comando Central de EE.UU. y uno de los primeros enviados por Bush como mediador a Medio Oriente, sostuvo recientemente: “Estoy atónito de aquellas personas que dicen que no existe la “calle árabe”, que ésta no reaccionará... la situación es explosiva... es lo peor que yo he visto en una docena de años de trabajar en esta área” (Financial Times, 19/11/02).

A su vez, el conflicto irakí se ha convertido en el escenario de disputa entre “unilateralistas” y “multilateralistas” en relación al orden mundial. Si Washington no logra el aval de la ONU a una declaración de guerra, los costos y las dificultades de la misma se elevan fuertemente, lo que abre un interrogante sobre las posibilidades reales que tiene de ejecutarse. Como dice la agencia antes citada: “A pesar de que Washington ha declarado varias veces que emprenderá una acción unilateral si fuera necesario, esto sería más fácil de decir que de hacer, aún para la única superpotencia mundial. Europa ganó la primera ronda de la batalla diplomática cuando Washington concedió buscar una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU contra Irak; a pesar de que la posibilidad de un ataque unilateral permanece abierta, esta es ahora una opción más difícil. Lanzar una campaña sin el apoyo de la ONU dejaría a los EE.UU. internacionalmente aislados. A pesar de que los halcones guerreristas dentro de la administración Bush parecen preparados a tomar dicho riesgo, palomas como el Secretario de Estado Colin Powell y probablemente el círculo de influencia del antiguo presidente George W. Bush, no -y aún está por verse quién ganará-. En cualquier circunstancia, Europa le hará la decisión sobre ir a la guerra extremadamente difícil a Washington. La suerte de Irak se decidirá en una batalla diplomática campal entre Washington y Europa.”

En este marco, la mejor variante que se perfila para Washington si opta por la utilización de las armas, es que más allá de la poca o nula ayuda que le brinden en su empresa, sus aliados occidentales no se opongan vigorosamente a la guerra.
Desde la guerra de Afganistán, EE.UU. ha mantenido una retórica belicosa mientras que su accionar ha sido cauteloso. Aunque no hay duda de que su próximo objetivo será Irak, hay un importante debate sobre el cómo y el cuándo. Desde mediados del 2002, la fracción Powell parece haber ganado la pelea, no sobre la guerra contra Irak pero sí sobre una estrategia más cauta y prolongada. Mientras se desarrolla este lento juego de acumulación de fuerzas, el estrecho enfoque de toda la política exterior norteamericana sobre Irak ha permitido que se desarrollen dos importantes crisis internacionales, como la de la península coreana y Venezuela. Esta situación empuja a EE.UU. a actuar. En caso contrario, su inacción puede ser interpretada como una falta de autoridad no sólo en Medio Oriente sino a escala global.

Más allá de la modalidad que tenga una probable intervención imperialista, el punto decisivo en última instancia será que el objetivo declamado de provocar un “cambio de régimen” en Bagdad pondrá a prueba la capacidad y la voluntad imperial de EE.UU.
Desde su derrota en Viet Nam y a pesar de la ventaja que ha significado la revolución en los asuntos militares de las últimas décadas, su determinación sólo se ha probado en operaciones de alcance limitado y de corta duración. La toma de control y la transformación de Irak será una prueba de mayor alcance. Esta pondrá a prueba hasta qué punto el patriotismo generado después del 11/09 le ha permitido a EE.UU. superar el síndrome de Viet Nam. No debe olvidarse que a pesar de toda la bravuconada guerrerista y militarista actual, no hace mucho el ex consejero para Seguridad Nacional del gobierno de Carter, Zbigniew Brzezinski, señalaba el “ ... aumento cada vez mayor de la dificultad para movilizar el necesario consenso político a favor de un liderazgo sostenido, y a veces también costoso, de los EE.UU. en el exterior. Los medios de comunicación de masas han desempeñado un papel particularmente importante en este sentido, creando un fuerte rechazo contra todo uso selectivo de la fuerza que suponga bajas, incluso a niveles mínimos.” (“El gran tablero mundial”, 1997).

En este marco, el giro autoritario interno que ha acompañado el curso militarista de EE.UU. en el extranjero, es una muestra de los límites que la ofensiva guerrerista aún debe franquear en el mismo campo de la potencia imperialista.

EE.UU. se encuentra entonces frente a una encrucijada: o logra imponer una serie de golpes reaccionarios que le permitan resolver el creciente cuestionamiento a su dominio y las bases endebles de su economía y del dólar como moneda de reserva mundial, cuya preponderancia a largo plazo es cada vez más insostenible; o las tendencias a la ruptura del equilibrio capitalista se irán imponiendo, acelerando la declinación histórica de EE.UU. y posibilitando un cambio en la relación de fuerzas favorable al movimiento de masas.

NOTAS

1 Durante este periodo, EE.UU. fue responsable del incremento en un 40% del producto bruto mundial medido en paridad de cambio, mientras que su economía da cuenta sólo de un 25% del mismo.

2 Entre otras, las consecuencias de una deflación para la acumulación capitalista pueden ser: a) que las perspectivas de declinación en los precios impliquen que las compras sean pospuestas, creando una espiral deflacionaria; b) que las crecientes bancarrotas golpeen a los bancos y a su voluntad de prestar; c) que la caída de los precios signifique crecientes tasas de interés reales, aún si estas últimas son reducidas a cero; d) que la caída en los niveles de precios aumente la carga real de la deuda.

3 Los acuerdos de Bretton Woods, firmados en julio de 1944, establecieron un sistema de tipo de cambio fijo, donde existía una libre convertibilidad del dólar en oro. El 15 de agosto de 1971, el presidente de EE.UU., Richard Nixon, dio por terminado este sistema.

4 Desde 1960, la oferta monetaria de EE.UU. ha crecido 25 veces cuando el producto bruto real lo ha hecho sólo cuatro veces. Esto ha ido acompañado por una consistente baja de los requerimientos para los préstamos. Los bancos fueron alentados por la Reserva Federal a expandir el crédito por una serie de reducciones en las reservas requeridas contra sus propios depósitos.

5 Tomamos el índice de precios de septiembre y los datos del tercer trimestre del Ingreso Nacional.

6 “Time for a Switch to Global Reflation”, Financial Times, 01/12/02.

7 “World’s Largest Debtor (U.S.) Pledges to Pay You Back in Cheaper Dollars”, 27/11/02.

8 “La lejana y extensa red de bases semipermanentes en el extranjero, mantenida por los EE.UU. en la era de la Guerra Fría... no tenía precedentes históricos; ningún estado había colocado anteriormente sus propias tropas sobre territorio soberano de otros estados en una cantidad tan amplia durante un periodo de paz tan largo.” (Giovanni Arrighi, La globalización, la soberanía estatal y la interminable acumulación del capital).

9 Las consecuencias para el orden mundial son bien reflejadas por Robert Brenner: “Debido a que el éxito económico de EE.UU. estaba tan fuertemente ligado al éxito de sus rivales y aliados, el desarrollo económico internacional de la posguerra dentro del mundo capitalista desarrollado pudo, por un corto periodo, manifestarse en un relativamente alto grado de cooperación internacional -marcado por altos niveles de ayuda americana y apoyo político económico a sus aliados y competidores-, aún a pesar del dominio del estado norteamericano y de estar mayormente moldeado de acuerdo a los intereses de EE.UU. El gobierno de EE.UU., así como sus principales capitalistas, tuvieron la voluntad de tolerar los altos niveles de intervencionismo estatal, de proteccionismo comercial, de tasas de intercambio subvaluada y de ataduras financieras de sus rivales, porque ellos mismos poseían un fuerte interés en el desarrollo económico nacional de sus rivales -especialmente el crecimiento de sus mercados domésticos- y su estabilidad política. En consecuencia se observaba, al menos por un tiempo, una simbiosis, si bien altamente conflictiva e inestable, del líder y sus seguidores, de los desarrollados tempranamente y tardíamente, del hegemón y los hegemonizados.” (Robert Brenner, The boom and the bubble).

10 A esta política la hemos denominado de “contrarrevolución democrática”. Ver Laura Lif y Juan Chingo, “Transiciones a la democracia. Un instrumento del imperialismo norteamericano para administrar el declive de su hegemonía.”, Estrategia Internacional Nº15.

11 “Al transformar a decenas de millones de ahorristas pasivos en inversores “activos”, los fondos de inversión colectiva pueden estar ampliando enormemente el número de partidarios de las políticas y estructuras macroeconómicas neoliberales y creando una herramienta ideológica mucho más poderosa para el mercado financiero que la que por sí sola le puede proporcionar la ortodoxia del libre mercado. Al garantizar beneficios evidentes y una voluntad de participación que resulta crucial para un orden verdaderamente hegemónico, y al ayudar a naturalizar y despolitizar estos procesos, la nueva cultura de la inversión de masas puede servir para reproducir el neoliberalismo en una forma mucho más consensual.” (Adam Harmes, “La cultura de los fondos de inversión colectiva”, New Left Review Nº9).

12 El carácter cada vez más rapaz de la clase dominante norteamericana, expresado en el peso de las corporaciones y sectores financieros más parasitarios y especulativos e incluso en la extendida difusión de prácticas criminales en sus principales empresas, es cada vez más elocuente. El Financial Times ha demostrado que: “Los ejecutivos y directores de las 25 más grandes compañías privadas que cayeron en bancarrota desde enero del 2001 se quedaron con fortunas de 3300 millones de dólares”. Esta enorme redistribución de la riqueza en contra de los trabajadores y accionistas ha llevado a un analista a decir: “En 1992 los CEO’s corporativos (los top managers de las empresas) tenían un 2% de todas las acciones emitidas por todas las corporaciones norteamericanas; hoy ellos poseen un 12%! Esto ha venido a ser el más espectacular acto de expropiación por los expropiadores en la historia del capitalismo. Karl Marx se habría impresionado” (Robert Brenner, ”Enron Metatasized: Scandals and The Economy”, Against de Current, septiembre / octubre del 2002).

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