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Estrategia Internacional N° 18
Febrero 2002

CRISIS DE DOMINIO BURGUES:
REFORMA O REVOLUCION EN ARGENTINA

 

Manolo Romano y Jorge Sanmartino

 

Es frecuente que en los medios de izquierda se estudie la realidad nacional abstrayendo algún elemento constitutivo de la crisis, ya sea el elemento de la crisis económica, el del régimen político o el de la lucha de clases, y se le dé a cada uno de ellos el poder de explicar, por sí mismo y unilateralmente, la totalidad de las relaciones que hacen a la crisis y a la dinámica de la situación. Aquí pretendemos explicarla analizando la totalidad compleja que le dio origen y que define su carácter.

Para ello hemos hecho una utilización crítica de categorías teóricas del marxista italiano Antonio Gramsci, como la de crisis orgánica, el concepto de hegemonía, o el de transformismo. Como vamos a aplicar algunos de estos conceptos a la realidad argentina, es imprescindible hacer ciertas aclaraciones. A pesar de que fueron articulados por Gramsci dentro de una matriz teórica revolucionaria, ésta fue por momentos ambigua y no exenta de lagunas, algunas de las cuales se subrayan en este trabajo. Más aún, desde la posguerra, el comunista italiano ha sido utilizado, en parte gracias a esas ambigüedades, para fundamentar todo tipo de estrategias reformistas, desde el llamado eurocomunismo hasta el nacionalismo burgués en los años 60 y 70, y hoy mismo por un seudo marxismo socialdemocratizado, carente de cualquier objetivo revolucionario. El reformismo argentino, identificado en estos años con el llamado “progresismo” de intelectuales y periodistas ligados a la Central de Trabajadores Argentinos y al Frente Nacional contra la Pobreza, es un ejemplo de este contrabando ideológico.

Con Gramsci sucede lo que el mismo comunista italiano señalaba en Maquiavelo, es decir, que de él son posibles dos lecturas. Una, la de quienes toman nota de la “crisis de hegemonía” y la “crisis orgánica” de la clase dominante sólo para tratar de encontrar alguna forma de supervivencia del régimen burgués. Otra, su utilización dentro de un perspectiva marxista revolucionaria, que identifica tales crisis en función de avanzar en la comprensión de las tareas para la revolución proletaria. El pensamiento de Gramsci, con sus aciertos y errores, fue siempre el de un político comunista, y sus elaboraciones partieron del antagonismo fundamental entre la burguesía y el proletariado, y de las perspectivas de la revolución socialista, particularmente en los países capitalistas avanzados. Intentamos rescatar hoy sus aportes que van en ese sentido. Pero al momento de comprender la crisis y la dinámica de la revolución socialista en un país semicolonial donde juega un rol determinante el capital extranjero y la opresión imperialista, como en Argentina, es insustituible el andamiaje teórico de León Trotsky, por ejemplo sobre los bonapartismos sui géneris1, norma característica de los países atrasados. Es decir, incorporamos conceptos de Gramsci al poder explicativo y predictivo de la teoría-programa de la revolución permanente, una teoría general de la revolución que Gramsci no poseía. Creemos que sólo partiendo de ella, las formulaciones de Trotsky pueden verse favorecidas y enriquecidas por los aportes gramscianos antes mencionados.

 

 

1- ¿De qué “crisis orgánica” hablamos?

 

 

Decir que Argentina está atravesando una crisis orgánica era ya un cierto lugar común antes de las jornadas revolucionarias del 19 y 20 de diciembre. Hoy el uso de esta definición se ha generalizado aún más y la emplean académicos, periodistas y hasta diputados en sus discursos en el Congreso, en particular quienes pertenecen a la alicaída centroizquierda local. Es evidente que el concepto gramsciano parece venido como anillo al dedo a la hora de pensar una situación en la cual se conjugan una crisis económica monumental con una aguda “crisis social” y del régimen político de la clase dominante. Estamos en presencia en nuestro país de una de esas crisis que involucran a la totalidad de la estructura estatal capitalista.

Para la centroizquierda esta “crisis orgánica” se limita a una “crisis de modelo” y de “representación política”; no es una manifestación particularmente aguda de la crisis capitalista mundial, sino apenas la de un “tipo de capitalismo”. No es tampoco una crisis del régimen democrático burgués, sino el de “un tipo de democracia”. Esta crisis está vinculada estrictamente a la “crisis de un modelo de acumulación rentístico-financiero” o la “crisis de un régimen centrado en la valorización financiera”. Esto lo comparten, con matices, los Calcagno, Eduardo Basualdo, José Nun y otros. La salida pasa por desarrollar un “modelo de redistribución de riqueza” con “eje en la producción”, y la “participación” en las decisiones del Estado. Algunos son los nostálgicos de la “sustitución de importaciones”, embellecedores de una burguesía nacional que mostró a lo largo de todo el siglo su incapacidad intrínseca para lograr la liberación nacional. Otros quieren que este Estado, sin alterar las relaciones de clase, sea el encargado de “redistribuir la riqueza”.

Como se desarrolla en otro artículo de esta misma revista, el patrón de acumulación capitalista de los últimos 25 años se impuso, en primer lugar, por las leyes mismas de la valorización capitalista, una vez que estas pudieron desenvolverse más o menos libremente sobre la base de la derrota de la resistencia de la clase trabajadora. La crisis actual no consiste por lo tanto en la crisis de “un modelo”, sino de las fuerzas vitales del capitalismo mismo y del régimen político que la clase dominante ha utilizado para imponer su voluntad contra las masas.

 

Crisis de hegemonía y “empate hegemónico”

 

Los ideólogos de la CTA definen la crisis argentina como un “empate hegemónico” entre las dos fracciones burguesas en pugna en el país: los grupos económicos locales versus las privatizadas, las petroleras y los bancos.“Ambos sectores han demostrado sobrada capacidad para vetar las propuestas del otro (...) Se reproduce así el empate hegemónico descripto por la literatura política para las dos décadas previas al golpe de 1976. Con una diferencia que lo empeora todo: ninguno de los bandos enfrentados representa ahora interés alguno que pueda ser llamado nacional o popular, aunque para mejorar su situación relativa lo invoquen , como la alianza que sustenta Duhalde”2

En este comentario el publicista Horacio Verbitsky sigue los análisis del libro de Eduardo Basualdo3, quien desmenuza y honestamente reconoce el carácter reaccionario de ambos bloques burgueses en disputa. El progresismo argentino, al menos en sus trabajos analíticos más serios, no encuentra ya nada de progresivo en la burguesía nacional que en los 70 disfrazaba de aliada para constituir un “contrapoder hegemónico” junto a los trabajadores y el pueblo pobre. La vieja política de conciliación de clases encontraría, así, un límite infranqueable.

Para salir de la encerrona el sociólogo José Nun les alerta: “Si se aceptan estos supuestos, al progresismo le quedarían muy pocas alternativas: o patear el tablero mediante una revolución de tipo “jacobino” (que se que a Basualdo, con toda lógica, no se le ocurre proponer) o quedar condenado a trabajar en los márgenes del sistema que poco o nada tiene para brindarle en materia de alianzas o apoyos”. Y, por el contrario, aconseja lo que, en definitiva, es la actual orientación de la práctica política de la CTA y el Frente Nacional contra la Pobreza: “Para que pueda haber un cambio, es hoy necesaria la unidad de amplios sectores; y para que pueda haber unidad, es indispensable diferenciar, negociar, establecer compromisos. Lo cual incluye distinguir entre niveles de acción. Aliarse con representantes de las fracciones no financieras del capital, que dependen de la economía real, del desarrollo del mercado interno, de las exportaciones con valor agregado, etc., no significa abandonar sino potenciar al mismo tiempo el Frente Nacional contra la Pobreza, los movimientos de protestas que se expanden en el país y la vigorosa acción de democratización que llevan adelante organizaciones como la Central de Trabajadores Argentinos” 4.

La estrategia de Nun lleva (al igual que la CGT lo hará bajo el viejo lema de apoyar al “campo nacional y popular”) a una política de presión sobre el gobierno de Duhalde que busque “desempatar” a favor de uno de los dos bloques detrás de las banderas de: “distribución de la riqueza y democratización”.

Su teoría vuelve por donde vino. No hace mucho los “progresistas” sostuvieron que la “defección” de la burguesía local dejaba en manos de una fantasmática “sociedad civil” (nombre bajo el que designan la soberanía del ciudadano de clase media por sobre la “acción corporativa” de los sindicatos, en particular de los sindicatos de la CGT) y de un no menos fantasmático “gobierno democrático” (la Alianza) las tareas históricas pendientes. Durante los dos años de gestión de la Alianza gastaron ríos de tinta tratando de demostrar que la deuda externa era un problema secundario, en un país que finalmente cayó en cesación de pagos y en el que hubo una insubordinación general contra la Ley de Déficit Cero del FMI que aplicaban De la Rúa y Cavallo. Particularmente, Horacio Verbitsky sostenía que el planteo de no pago de la deuda externa era agitado por “la derecha populista, la paleoizquierda y la iglesia apostólica romana”5, y que la demanda de romper con uno de los mecanismos de opresión imperialista supuestamente trataba de “salvar”, decían, la responsabilidad fundamental en la crisis de los grandes grupos económicos locales. Pero resulta que, cuando la generalización teórica debe ser contrastada con la irrupción concreta de la crisis actual, nuestros progresistas, que descartan la salida “jacobina” a la que temen por sobre todas las cosas, vuelven al redil de intentar reconciliar a la “sociedad civil” con la decrépita burguesía nacional, con la cual y pese a todo, se deben establecer “alianzas y compromisos”.  Esa es toda su ciencia: una mezcla de teoría seudo marxista con un pusilánime programa de colaboración de clases.

Lejos de la utilización que le pretenden dar los intelectuales del progresismo, las herramientas teóricas del marxismo han sido elaboradas justamente para lo inverso a lo que ellos pretenden: como guía para la acción de la clase trabajadora en lucha por su emancipación. El concepto de hegemonía ya había sido utilizado por Plejanov y el marxismo ruso a principios de siglo, y luego por la Tercera Internacional de Lenin y Trotsky, para señalar el rol dirigente del proletariado en la alianza revolucionaria con los campesinos. El proletariado debía luchar por imponer su dictadura sobre las clases enemigas, y, en esa lucha, conquistar hegemonía sobre las clases aliadas. Gramsci extendió el concepto a la utilización de las formas democráticas de dominio burgués: la hegemonía burguesa, combinación entre coerción y consenso, sobre las clases subalternas. Pero jamás Gramsci planteó que un contrapoder hegemónico podía surgir de las propias filas de la clase dominante, como hacen sus epígonos centroizquierdistas, sino, por el contrario, de una alianza entre el proletariado y los campesinos, o las masas pobres del pueblo, contra la burguesía. “El contenido es la crisis de la hegemonía de la clase dirigente, producida o bien porque la clase dirigente ha fallado en alguna gran empresa política suya en la que ha pedido o impuesto por la fuerza el consenso de las grandes masas (como en el caso de una guerra) o bien porque vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeño burgueses intelectuales) han pasado súbitamente de la pasividad política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su inorgánico conjunto constituyen una revolución. Se habla de ‘crisis de autoridad’ y en esto consiste precisamente la crisis de la hegemonía, o la crisis del Estado en su conjunto”6.

El actual “empate hegemónico” , es decir la imposibilidad de una fracción burguesa de imponerse sobre la otra, significa, por lo mismo, una crisis de hegemonía “o la crisis del Estado en su conjunto” para imponer su voluntad a las masas. La definición de “empate hegemónico”, tal como la plantea el progresismo, descarta el tercer actor, las masas como factor independiente, o limita la acción popular a un rol auxiliar y subordinado a la decadente burguesía nacional o a una mera presión sobre el régimen democrático burgués. Pero son las masas quienes han comenzado un curso de acciones históricas independientes con las jornadas de diciembre.

 

Gobierno de coalición, participacionismo y “democratización”

 

A contramano de las acciones de las masas, la CTA y el progresismo tienen por norte buscar espacios de “participación” en el Estado. Esta estrategia participacionista del gobierno cualquiera es común a la del PT de Brasil y otras corrientes reformistas continentales nucleadas en el Foro de Porto Alegre: la llamada “democracia participativa”. Se trata de “ocupar posiciones” en el Estado para “profundizar la democracia”. El repudiable secuestro y asesinato del alcalde brasileño Celso Daniel, asesor político del máximo líder petista Lula Da Silva, debería ser al menos un límite a esta orientación. ¿Puede ser aplicada en Argentina con un gobierno que configura un serio intento reaccionario de reconstruir el poder burgués después de las jornadas de diciembre?

El nuevo presidente Duhalde se define así mismo como “un gobierno de transición” cuyo primer objetivo es “terminar con la anarquía y el caos”, y evitar “la guerra civil”, nombres que le da la burguesía a los gérmenes de revolución. Para esta archireaccionaria tarea llaman a la “concertación nacional” y al “Diálogo Argentino”. El gobierno peronista busca liderar una coalición con los restos de los desgastados partidos del régimen, con las corporaciones patronales como la Unión Industrial Argentina liderada por el monopolio Techint y concitar el apoyo de la burocracia de los sindicatos. ¿Es posible que nuestros progresistas de la CTA y el Frenapo, que se reúnen asiduamente con el gobierno, no caigan en la cuenta que esto es lo contrario siquiera a una “democratización” del viejo régimen, si esta fuera posible? Por el contrario, siguiendo al propio Gramsci a quien tanto citan, es un retroceso al “cesarismo”:

 “Todo gobierno de coalición es un grado inicial de cesarismo, que puede desarrollarse o no hasta grados más significativos (naturalmente la opinión vulgar es que los gobiernos de coalición son, al contrario, el “baluarte más sólido” contra el cesarismo). En el mundo moderno, con sus grandes coaliciones de carácter económico-social y político de partido, el mecanismo del fenómeno cesarista es muy distinto al que funcionó hasta Napoleón III (cuando) ...las fuerzas militares eran un elemento decisivo para la aparición del cesarismo que se verificaba con golpes de Estado precisos, con acciones militares, etc. En el mundo moderno, las fuerzas sindicales y políticas, con medios financieros incalculables, de los que pueden disponer pequeños grupos de ciudadanos complican el problema. Los funcionarios de los partidos y de los sindicatos económicos pueden ser corrompidos o aterrorizados sin recurrir a acciones militares (...)7

Esta especie de “bonapartismo sin bonaparte”, sin una figura fuerte, es acorde a la definición del gobierno de Duhalde que, tan es así, ha renunciado a postular su candidatura para las elecciones del 2003: un presidente que renuncia de antemano a seguir siendo presidente. A falta de autoridad propia el gobierno esgrime “la autoridad moral de la Iglesia” y utiliza a la jerarquía del clero. Desenmascarado ya el principio demoburgués de que “todos somos iguales ante la ley”, a la clase dirigente invoca principios tales como el de la “la Doctrina Social de la Iglesia, que pretende hacer iguales a quienes se encuentran desiguales”. No obstante, esta “concertación” mediante las viejas instituciones de dominio aparece, cada día más, destinada al fracaso.

El problema de fondo que hace extremadamente débil este intento de arbitraje del nuevo gobierno, proviene de las tendencia a choques cada vez más violentos entre la insubordinación de las masas, de un lado, y el imperialismo y los sectores más concentrados del capital del otro. De allí que la democracia burguesa, tal como la conocimos hasta hoy en la Argentina, régimen que se mantiene estable en situaciones no revolucionarias, ya no podrá contener dentro de sus límites actuales todas las tensiones de clase existentes. Esto es lo que empuja a la vieja partidocracia, aconsejada por la propia Iglesia que pide a los políticos y jueces un “renunciamiento histórico”, a ensayar autoreformas cosméticas, como las que en México pusiera en práctica el PRI o el proceso de mani pulite en Italia, para preservar lo esencial del régimen de dominio. Algo de esto estamos presenciando en el enfrentamiento de poderes entre el Ejecutivo de Duhalde con la Corte Suprema de justicia, una de las instituciones más odiadas por la población, contra la que el Congreso alienta un “juicio político”, o los aprestos de reforma política que significaría “bajar los costos” de la burocracia estatal, tal como viene reclamando EE.UU, y reducir el número de parlamentarios de ambas cámaras. Esta política para resolver por derecha la demanda popular de un “gobierno barato”, ya fue anticipada por el gobernador peronista de la provincia de Córdoba, De la Sota, y significó más restricciones antidemocráticas de la Legislatura donde se acotaron las posibilidades de acceso para los partidos obreros y de izquierda, reforzando el monopolio político de los partidos burgueses tradicionales. Sin embargo después de las jornadas de diciembre, es posible que, dada la dinámica que ya tomó la movilización de masas que se ha adelantado a los planes burgueses, este tipo de autoreformas “gatopardistas” salidas de las entrañas del propio régimen lleguen tarde o que, aplicadas por los personeros del peronismo y el radicalismo, resulten increíbles para quienes reclaman en las calles “que se vayan todos”.

Por ello, como segunda variante, en el margen izquierdo del régimen madura la idea, aparentemente más radical, de sectores de la centroizquierda encabezados por el ARI de Elisa Carrió, integrante del Frenapo, de “refundar la república” incluyendo para tal fin hasta la realización de una Asamblea Constituyente. No olvidemos que Hugo Chávez en Venezuela utilizó la convocatoria a una Constituyente amañada, y un sinnúmero de plebiscitos, para terminar con las viejas formas del régimen basado durante décadas en la AD y la Copei. En esto consistió buena parte de la llamada “revolución en paz” venezolana: una gran reforma impulsada desde arriba para evitar un genuino proceso revolucionario donde la iniciativa sea tomada por las masas y vaya contra la gran propiedad privada capitalista. En Argentina, a falta de un bonaparte populista con peso de masas como Chávez, es la centroizquierda la que plantea esta perspectiva para poner una soga al cuello del naciente proceso revolucionario y detenerlo en un estadío “democrático”. Incluso esta trampa de la “nueva república” podría intentar establecer la institucionalización de las asambleas vecinales que se están desarrollando en la Capital Federal u otros organismos de masas que surjan, permitiéndoles, por ejemplo, presentar candidatos en las elecciones o atribuirles ciertas facultades constitucionales, como ser protagonistas de mecanismos de “consulta popular”. La actual composición social de dichas Asambleas barriales, esencialmente de distintos estratos de la clase media y asalariados sueltos que concurren allí como “vecinos” o “ciudadanos” sin reconocerse como clase, hace más viables las maniobras de los reformadores del régimen para integrarlas a una “nueva democracia”. De todas maneras, aún en el caso de surgir organismos propios de la clase obrera que, en cierta medida, se contraponen al poder burgués porque su mismo carácter de clase amenaza la propiedad capitalista, debería lucharse denodadamente dentro de ellos contra toda dirección política conciliadora o reformista. Tampoco olvidemos que en la revolución obrera de Alemania de 1919, después de la caída del Káiser y el surgimiento de los Consejos de Trabajadores y Soldados, el teórico reformista Hilferding, junto a dirigentes del Partido Socialdemócrata Independiente, promovió la idea del “estado combinado”, donde se intentaba integrar los consejos obreros a la República burguesa, dándole rango institucional para evitar que, tal como era la experiencia de los soviets rusos dirigido por los bolcheviques, desarrollen una perspectiva irreconciliable con el Estado burgués y se hagan cargo de todo el poder. En la actualidad esta vieja teoría del “estado combinado” es compatible con la “novedad” planteada por el PT de Brasil, a la que adhiere la CTA argentina y todos los reformistas del continente agrupados en el Foro de Porto Alegre bajo el nombre de “democracia participativa”. Si la situación revolucionaria se agudiza en la Argentina, la bandera de la “segunda república” puede convertirse en un serio intento de desvío del proceso revolucionario abierto. De allí que la verdadera alternativa empieza a ser: o reforma o revolución, y para dirimirla a favor de la revolución es que luchamos tanto por la creación de los organismos de doble poder obrero como por un partido revolucionario que los lleve a la victoria. Por esto es tan peligrosa la orientación de la izquierda parlamentarista argentina, desde el diputado Luis Zamora hasta Izquierda Unida y el PO, que plantean la demanda de Asamblea Constituyente como una reforma de tipo constitucional, pacífica y evolutiva, en lugar de plantearla sobre las ruinas del viejo régimen, lo que sólo puede ser un subproducto de acciones insurreccionales encabezadas por la clase obrera que barra con las instituciones del orden vigente. De allí también que los marxistas revolucionarios la hayamos reformulado, después de las jornadas de diciembre, como Asamblea Constituyente Revolucionaria, para diferenciarla de estas salidas “democratizadoras”, aún las más “extremas” que pudiera adoptar el régimen burgués para sobrevivir.

Los políticos, sindicalistas, periodistas e intelectuales del progresismo que tienen por norte la “democratización” del viejo régimen demuestran que la “crisis orgánica”, entendida en su aspecto de separación de las clases que se han puesto en movimiento con los líderes que dicen representarlas, los abarca también a ellos. Mientras las acciones de masas sobrepasan los límites de la democracia burguesa, ellos se postran ante el viejo orden al que quieren, a lo sumo, remozar. No sorprende, entonces, que en Le Monde Diplò su director Carlos Gabetta haya descripto la heroica “Batalla de Plaza de Mayo” del jueves 20 de diciembre como protagonizada por una “sospechosa mezcla de delincuentes comunes, provocadores profesionales de la policía y los servicios de seguridad e inteligencia, ‘punteros’ políticos y gremiales y los tradicionales ‘revolucionarios’ de izquierda infiltrados hasta el hueso por la policía”8. Una visión policial parecida a aquella con la que el dictador Onganía describía el “Cordobazo” de 1969 o a las crónicas de los diarios oligárquicos sobre la “Semana Trágica” de 1919. El hasta ayer progresista en épocas de paz social, se devela abiertamente reaccionario cuando aparecen los primeras amenazas insurreccionales del proceso revolucionario.

 

 

2. La “discordancia de los tiempos”: crisis económica y situación revolucionaria*

 

 

Teóricamente el concepto de crisis orgánica utilizado por Gramsci tiene la ventaja de no caer en una interpretación determinista, en la que muchas escuelas han caído al establecer una relación de causalidad directa entre las “incursiones catastróficas del elemento económico” y la apertura del proceso revolucionario. Esto lo llevó a separarse del catastrofismo económico en el análisis de los procesos políticos como del determinismo mecanicista en el plano filosófico, que había inficionado el pensamiento de la Segunda y de la Tercera Internacional estalinizada.

El análisis gramsciano contempla una esfera político-ideológica, relativamente autónoma, tanto en el proceso mismo de la crisis burguesa como en la constitución de la hegemonía proletaria. No basta el elemento revulsivo de la crisis económica capitalista, sino que es necesario atender a la composición de sus instituciones políticas y partidos, la deslegitimación (pérdida de hegemonía) sobre las clases aliadas y sobre las clases explotadas, y la capacidad del proletariado y de su partido revolucionario de conquistar el apoyo de las restantes clases explotadas, etc.  “Se puede excluir que las crisis económicas produzcan por sí mismas acontecimientos fundamentales; sólo pueden crear un terreno más favorable a la difusión de ciertas formas de pensar, de plantear y resolver las cuestiones que hacen a todo el desarrollo ulterior de la vida estatal”9.

Para Gramsci la cuestión particular del elemento económico, del malestar en las distintas clases y la respuesta mecánica o inmediata por parte de las clases al mismo, entran, como acciones de coyuntura, en un campo más basto “en cuyo terreno se produce el paso de esas correlaciones sociales a correlaciones políticas de fuerza, para culminar en las correlaciones militares decisivas”10. Esto excluye toda idea de una determinante unívoca del proceso revolucionario. Plantea incluso las condiciones de reestabilización capitalista generadas por las contratendencias presentes en toda crisis, si esa crisis no se traduce en la disgregación estatal y en la capacidad de las clases explotadas de asumir un papel dirigente, expresadas en la maduración de un movimiento obrero revolucionario genuino y en la constitución de un partido revolucionario director.

En el mismo sentido, en su trabajo sobre la Revolución Rusa, Trotsky llega a las mismas conclusiones, negando cualquier tipo de relación mecánica entre una y otra. Allí sostiene que “las transformaciones que se producen entre el principio y el fin de una revolución en las bases económicas de la sociedad y en el substractum social de las clases no bastan para explicar la marcha de la revolución. La dinámica de los acontecimientos revolucionarios está directamente determinada por rápidas, intensas y apasionadas conversiones psicológicas de las clases constituidas antes de la revolución”. Y respondiendo a un historiador, Pokrovsky, que criticaba esto como idealista y oponía a ello la teoría que la desorganización económica era la verdadera fuerza motriz de la revolución, respondía “Pokrovsky revela de la mejor manera posible la inconsistencia de una explicación vulgarmente económica de la historia, que demasiado frecuentemente se hace pasar por marxismo. Los cambios radicales que se producen en el curso de una revolución son provocados, en realidad, no por los descalabros económicos que se producen episódicamente, que tienen lugar en el curso de los acontecimientos mismos, sino por las modificaciones capitales que se han acumulado en las bases mismas de la sociedad durante toda la época precedente. Que en vísperas de la caída de la monarquía, así como entre febrero y octubre, el desastre económico se haya agravado constantemente, aguijoneando el descontento de las masas, es absolutamente innegable y jamás hemos dejado de tenerlo en cuenta. Pero sería un error demasiado grosero pensar que la segunda revolución tuvo lugar ocho meses después de la primera porque la ración de pan haya disminuido durante ese tiempo...” 11

De la misma manera, en el seno de los debates de la Tercera Internacional, Trotsky rechazó la teoría de la “ofensiva permanente” de Zinoviev y Bela Kun, y se negó a extraer unilateralmente los ritmos de la lucha revolucionaria directamente de las fluctuaciones de las crisis económicas. En diciembre del ’21 sostuvo que “los efectos de una crisis sobre el curso del movimiento obrero no son todo lo unilaterales que ciertos simplistas imaginan. Los efectos políticos de una crisis (no sólo la extensión de su influencia sino también su dirección) están determinados por el conjunto de la situación política existente y por aquellos acontecimientos que preceden o acompañan la crisis, especialmente las batallas, los éxitos o fracasos de la propia clase trabajadora, anteriores a la crisis...”12 

 

Catastrofismo

 

Algunas corrientes marxistas en Argentina han pretendido hacer pasar su catastrofismo económico por marxismo. El Partido Obrero, por ejemplo, ha sido abanderado de la “autodisolución” del capitalismo. Como, evidentemente cualquier plan burgués lleva en su seno contradicciones insalvables, en el marco de las contradicciones del sistema capitalista, se pude anunciar su muerte antes de nacer. El plan cavallista era contradictorio desde su inicio porque estaba basado en un endeudamiento y flujo de capital creciente que no podía sostenerse apenas las condiciones internacionales cambiaran de signo. Esto llevó a PO a decir, en el año 93, que el plan Cavallo estaba agotado. Como ahora estamos en presencia de una catástrofe económica, los catastrofistas pueden decir “tuvimos razón”. Sin embargo, los tiempos en política son de primer orden. El marxismo vulgar siempre está dispuesto a creer que una profunda crisis económica contiene en sí misma una situación revolucionaria. Ello no fue así ni en la evolución de las crisis capitalistas a lo largo del siglo XX ni en la crisis presente en nuestro país.

Desde la evolución de la situación desde el año ’95, año de la primer gran crisis disparada por el efecto “tequila” en México, observamos que comienzan a abrirse fisuras en el bloque dominante. Pero esto no llevó a una situación revolucionaria inmediata. La psicología conservadora de la pequeño burguesía y de importantes estratos de la clase obrera, abonada por el rol político de la burocracia sindical y el surgimiento de la Alianza que bloquearon los cortes de ruta y paros generales que podrían haber tirado a Menem, actuó como freno a la crisis, con la ilusión de extender el período de la estabilidad monetaria. Esto mantuvo unidas precariamente a las filas burguesas e impidió que se generalice la desconfianza que hubiera llevado a una crisis bancaria como la que vivimos actualmente. Es más, a partir de los colapsos financieros del Sudeste Asiático y de Rusia, que dan inicio al período extendido de recesión local, vuelven a manifestarse con mayor gravedad las grietas en el seno de la alianza de clases burguesa consolidada en los 90, en la que sectores exportadores y capitalistas ligados al mercado interno comenzaron a ejercer presión sobre el tipo de cambio y sobre las tarifas contra el bloque de las privatizadas y los bancos. Estas disputas interburguesas, de sordas pasaron a ser abiertas. Si la recesión alimentó el descontento de la pequeño burguesía que se venía a sumar a las luchas de los desocupados y a los paros generales de la clase obrera contra el cada vez más tambaleante gobierno menemista, la conformación de la Alianza encauzó esa incipiente unidad obrera y popular hacia el terreno electoral. Fue la carta que jugaba el régimen, apoyándose en la todavía psicología conservadora de las capas medias de mantener la convertibilidad pero cambiando el “estilo mafioso” del menemismo. Recién cuando la experiencia con el gobierno de De La Rúa fue agotándose, cuando todas las expectativas de un cambio de administración se fueron derrumbando y cuando la pequeño burguesía fue golpeada directamente para salvar a los bancos, es cuando en esa crisis burguesa se abre paso la crisis revolucionaria de diciembre. En el medio fracasaron todos los intentos de desviar la lucha de clases y restablecer el ciclo económico, los intentos de dividir a las clases medias del movimiento obrero (ley de reforma laboral) y el intento pre-bonapartista de Cavallo de recomponer el equilibrio entre las distintas fracciones de la clase dominante y de preservar la acumulación basada en la apertura y el esquema monetario convertible.

Es decir que la crisis económica, que fue el motor de la crisis burguesa de conjunto, no se transformó en crisis revolucionaria mecánicamente. La actual situación revolucionaria se fue componiendo en una serie contradictoria de momentos económicos, políticos y de la correlación de fuerzas sociales. Sólo bajo ciertas circunstancias, ruptura del bloque dominante, crisis política del régimen, acumulación de las experiencias y las luchas obreras y populares desde el ’93 y un cambio profundo en la psicología de las masas, en especial de las capas medias, se llegó a la crisis revolucionaria de diciembre, cuando la irrupción de masas en el centro del poder político provocó la caída del gobierno de De la Rúa. Si bien todos los factores fueron acicateados por la agudeza de la depresión económica (crack bancario encubierto, fin de la convertibilidad y “corralito” financiero), no se conjugaron sino a través de una serie de mediaciones, las que en su totalidad hacen a una crisis orgánica. Cuando tomamos el concepto de crisis orgánica de Gramsci lo hacemos porque permite contemplar la totalidad de los factores. De cualquier manera, es necesario hacerlo con salvedades. En sus teorizaciones, en ocasiones se desliza hacia un análisis de las superestructuras perdiendo de vista la interacción entre estas y la base económica13.

 

Voluntarismo

 

Así como algunos toman unilateralmente el elemento económico para “hacer historia”, otros utilizan como única vara de medición las luchas de masas. De acuerdo a este esquema los maoístas argentinos de la Corriente Clasista y Combativa, orientada por el PCR, señalan el inicio del “auge revolucionario” en Argentina en el año ’93. Es cierto que el Santiagueñazo abrió un período de revueltas y motines, en general protagonizado por trabajadores estatales, durante los años 94 y 95 en varias provincias del interior del país: La Rioja, Jujuy, San Juan, Río Negro, Neuquén, Tierra del Fuego. Esas luchas, marcaron los primeros elementos de violencia significativos dentro del régimen de democracia burguesa. Vistos retrospectivamente, prepararon las jornadas de diciembre. Pero no se pueden confundir los tiempos de la subjetividad obrera y de masas, que van ejercitando y acumulando experiencia mediante sus acciones, con un auge revolucionario. Ese período de luchas enfrentó una sólida alianza de las clases dominantes, cuya máxima expresión fue el Pacto de Olivos, en momentos de auge del plan cavallista al cual daban apoyo vastos sectores de la clase media e incluso de la clase trabajadora y sectores pauperizados.

Esas revueltas pusieron un límite a la ofensiva capitalista, pero no abrieron la situación revolucionaria. El terreno para que estas luchas trasciendan el ámbito local o la lucha corporativa, es decir para que impongan una nueva relación de fuerzas sociales, todavía no había madurado. Esas luchas todavía giraban en el vacío, no incitaban a las demás capas explotadas a entrar en escena, no podían ganarse a las clases medias y no lograban crear fisuras en la clase dominante. Las situaciones revolucionarias no se componen a través de la evolución lineal o la sumatoria de las luchas. En los años ’80, bajo el gobierno alfonsinista se realizaron miles de huelgas y conflictos por año, y sin embargo no existió un cuestionamiento de fondo a las clases dominantes y al régimen político. Estas luchas pueden modificar las relaciones de fuerza cuando las clases dominantes se dividen, cuando las clases medias pasan a la oposición o por una serie de factores de índole político, económico y social que salen del campo mismo de la lucha pero que bajo ciertas circunstancias la potencian y le dan una magnitud revolucionaria.

Por eso el tiempo de las experiencias y nuevas formas de lucha, aunque alimentaron a lo largo de los años y gradualmente el desarrollo de elementos de una nueva subjetividad, no se correspondió inmediatamente con el tiempo de la relación de fuerzas del conjunto de las clases sociales. Nosotros consideramos que la lucha de clases es el factor fundamental, pero no en su sentido estrecho de sumatoria de luchas parciales, sino dentro de una relación compleja y mediada que existe entre la lucha de clases, los efectos devastadores de la crisis económica capitalista y la crisis política del Estado y sus instituciones.

A estas posiciones las denominamos voluntaristas, porque consideran que las luchas de sectores de trabajadores crean por sí mismas, independientemente de la crisis económica y de la situación de todas las clases de la sociedad, una "correlación de fuerza favorable" a los explotados. Los voluntaristas tienen en común con los catastrofistas económicos el método de desarrollar unilateralmente un aspecto y darle un valor sin límites.

 

 

3. La particularidad argentina: crisis de la democracia burguesa

 

 

El aspecto político distintivo del ascenso de masas argentino, su particularidad reside en que enfrenta un régimen político democrático burgués. La caída revolucionaria, por la vía de la movilización y acción directa, no ya de una dictadura militar sino de un gobierno elegido por el engañoso sufragio universal es un hecho inédito en el país. Esto tiene una enorme significación, tanto para las perspectivas de la Argentina misma, como para la teorización de nuevos procesos que se abran en el resto del continente. 

Con las jornadas de diciembre, las amplias masas rompieron la normalidad burguesa, en la cual sólo se cambian presidentes respetando los mandatos previstos por el calendario electoral, y con ello han puesto en cuestión la propia democracia burguesa como “mejor envoltura del capital”.

“La particularidad del consentimiento histórico conseguido en las modernas formaciones sociales capitalistas (...) la novedad de este consenso, es que adopta la forma fundamental de una creencia por las masas de que ellas ejercen una autodeterminación definitiva en el orden social existente. No es pues la aceptación de la superioridad de una clase dirigente reconocida (ideología feudal), sino la creencia en la igualdad democrática de todos los ciudadanos en el gobierno de la nación, en otras palabras, incredulidad de la existencia de cualquier clase dominante. El consentimiento de los explotados en una formación social capitalista es, en este caso, de un tipo cualitativamente nuevo que ha dado lugar sugestivamente a su propia extensión etimológica: consenso o acuerdo mutuo.” Así se refería Perry Anderson14 al aspecto señalado por Antonio Gramsci que desarrolló el concepto de hegemonía para un análisis diferenciado de las estructuras de poder burgués en las democracias “de Occidente”.

Si el concepto de hegemonía, en el derrotero de la elaboración del marxismo revolucionario, se trasladó desde el debate sobre las alianzas del proletariado “en Oriente” hacia las estructuras de poder burgués en las “democracias avanzadas de Occidente”, el desafío es contrastar y poner a prueba la categoría en Argentina, un país capitalista semicolonial, es decir una estructura atrasada, pero donde la alianza entre el imperialismo y la burguesía nativa viene ejerciendo el poder bajo las formas de la democracia burguesa avanzada. En la Argentina se dio un desarrollo desigual y combinado entre el salto en la semicolonización del país, con la estabilización relativa, en los últimos 18 años, de una democracia que emula la de los centros imperialistas. En esto residía la principal fortaleza del régimen de dominio argentino desde los años 80.

¿Cómo pudo la clase dominante de un país semicolonial, que fue “el mejor alumno del modelo neoliberal” en América Latina, imponer la política del capital financiero más concentrado sin apelar a una “dictadura policíaco-militar”15 y manteniendo esencialmente las formas de la democracia parlamentaria y el sufragio universal? ¿Cuáles son los mecanismos con los que garantizaron este dominio durante dos décadas de continuidad “democrática”, período excepcional dentro de la historia nacional? Finalmente, ¿qué es lo que entró en profunda crisis para que ese período excepcional se haya agotado?

 

Queremos señalar aquí cuatro elementos esenciales.

 

Reversión de una derrota histórica 

 

En primer lugar, el más importante ya lo hemos señalado en otro número de esta revista16. Lo que llamamos la “democracia pos-contrarevolucionaria” en la Argentina, reconocía dos hechos fundantes en la represión y coerción: el golpe militar del 76 y la “derrota nacional” del año 82 en la guerra de Las Malvinas. Ambos hitos contrarrevolucionarios permitieron el salto en la penetración imperialista del país y, a la vez, la instauración de las formas democráticas de dominio burgués, a partir de imponer una relación de fuerzas más o menos contraria a los trabajadores y el pueblo por todo un período histórico. Es decir, fue un régimen instaurado en base a sacar de la escena histórica al proletariado, no porque haya desaparecido sociológicamente17; ni porque haya dejado de ser sujeto de luchas económicas muy importantes o grandes manifestaciones de “protesta política” como los más de 25 paros generales que protagonizó desde el año 83; sino porque lo anuló como “clase peligrosa”, capaz de hacer “desafíos revolucionarios” a la contrarrevolución que la alianza entre el imperialismo y la burguesía nacional vienen implementando hace 25 años en el país.

Paradójicamente, el pilar del Estado burgués semicolonial, sus fuerzas de represión, y en especial el ejército que hasta el ‘76 fue utilizado como recambio de poder político, como “partido militar” ante las recurrentes crisis de la historia política del país, quedó muy debilitado por la derrota en la guerra y por el desprestigio de las FF.AA por haber perpetrado el terrorismo de Estado. Esto tuvo una importancia sólo relativa en la anterior etapa, mientras la lucha de masas no iba más allá de los límites que le imponía la legalidad burguesa, o sólo la sobrepasaba “en los bordes” de la sociedad como con los levantamientos de desocupados en pequeñas comunas del interior del país, a los que se reprimió con la Gendarmería Nacional y las policías provinciales. Al desatarse las acciones de masas en el centro del poder político nacional y las grandes ciudades, el handicap de la debilidad estratégica de las fuerzas armadas, fue aprovechado por los primeros pasos del proceso revolucionario. Así resultó en las jornadas de diciembre con la formidable movilización de masas del 19 a la noche para rechazar la implementación del Estado de Sitio, con la cual el moribundo gobierno de De la Rúa pretendía aterrorizar y separar a las capas medias de la Capital de las decenas de miles de pobres y desocupados que habían asaltado los supermercados en 11 provincias esa misma mañana y en los días previos. Este límite impuesto al poder de fuego del Estado abrió a la Batalla de Plaza de Mayo protagonizada por la juventud y la amenaza del “cuarto acto”: la huelga general insurreccional que se preparaba para el día 21 y que sólo la renuncia de De la Rúa, en el acto más lúcido de su gestión para los intereses de su clase, logró evitar.

Al mismo tiempo las tendencias de sectores de las masas, no plenamente concientes todavía, de enfrentar al plan del FMI, a los bancos, monopolios extranjeros y grandes empresas señalan la potencialidad de una dinámica de movilización antimperialista no vista desde la guerra de Las Malvinas. Las jornadas revolucionarias de diciembre comenzaron una reversión de la derrota histórica del 76 y vuelven a presagiar la entrada en escena del proletariado como clase potencialmente peligrosa para el conjunto del régimen social capitalista, más allá de cuánto tarden en expresarse en forma revolucionaria los batallones concentrados de la clase obrera como en los años ‘70.

 

Terrorismo económico

 

En segundo lugar, la depresión de la economía resquebrajó, en gran medida, el mecanismo de coacción o terror económico, que la burguesía utilizó en estos años y utiliza todavía para inmovilizar a los trabajadores y el pueblo. Perry Anderson, señala que “...el análisis dualista al que tienden típicamente las notas de Gramsci no permite un tratamiento adecuado de las coacciones económicas que actúan directamente para reforzar el poder de clase burgués: entre otros, el miedo al desempleo o al despido que, en ciertas circunstancias históricas, puede producir una “mayoría silenciosa” de ciudadanos obedientes y votantes dóciles entre los explotados. Tales coacciones no implican ni la convicción del consentimiento ni la violencia de la coerción” 18.

Es evidente que esta “coacción” cumplió un rol de primer orden en la Argentina.

La primera coacción fue lo que denominamos el “chantaje del partido de las finanzas”, aprovechando las secuelas que dejó en las masas la brutal crisis del ‘89. Al haber entrado en crisis, como explicamos más arriba, el histórico chantaje golpista del viejo “partido militar” que, décadas atrás, amenazaba volver si las masas sobrepasaban la legalidad de la democracia burguesa, la amenaza de los ‘90 fue la del “golpe económico”: “si los trabajadores desestabilizan la democracia con sus luchas, huirán los capitales, no se podrá mantener el ‘uno a uno’ ni la estabilidad de precios y volveremos a una crisis como la del 89”, tal era la coacción del régimen sobre las masas. Este mecanismo lo rompió ahora el propio capital financiero: ya se fugaron los capitales, se confiscaron los ahorros de las clases medias, y la devaluación terminó con el “uno a uno” y la estabilidad de precios. Hoy es la propia burguesía la que teme, mientras las masas se mantengan en las calles y no se desactive “la bomba social” como la llamó Duhalde, que una hiperinflación desate la masiva lucha contra la carestía de la vida, incorporando al ascenso actual a la clase obrera por la demanda de recuperación salarial.

En cuanto al segundo mecanismo de coacción, el miedo al desempleo, sigue siendo en buena medida lo que retrasa la intervención de los trabajadores, sobre todo en las ramas más importantes de la industria y los grandes servicios. Pero es tan grave la depresión económica, con su récord de cierres y quebrantos de empresas, que este mecanismo de terror económico, tendencialmente, se puede volver en su contrario. Cada vez más amplias capas de trabajadores, en especial en la industria mediana, se incorporan a la lucha contra los despidos y cierres, y cada vez más los que tienen empleo se sienten amenazados por la bancarrota generalizada del capitalismo argentino, donde muy pocos se sienten “seguros”. Es decir que son cada vez menores las “conquistas” que conservar de la antigua situación y menor la base material del conservadurismo en sectores del movimiento obrero. A esto se agrega un elemento subjetivo nada despreciable: Argentina es el país que tiene el movimiento militante de desocupados más importante del mundo. La falta de unidad de las filas obreras entre ocupados y desocupados obedece, casi en forma absoluta, a la responsabilidad de la burocracia colaboracionista de los sindicatos y a las conducciones y programas reformistas de la mayoría de los movimientos piqueteros.

 

Nueva “aristocracia pequeñoburguesa” y burocracia sindical

 

En tercer lugar el régimen político argentino se asentó en el mecanismo directo de cooptación económica de sectores altos de la clase media y de la casta burocrática de los sindicatos.

En los años 90, a la par del flujo de capital que entró al país, mientras caían los ingresos de los trabajadores y de la mayoría de las capas medias por debajo de los índices oficiales de pobreza, se formó un nuevo estrato superior de la pequeñoburguesía, una nueva elite o aristocracia pequeñoburguesa.

Este fenómeno fue propio del período “neoliberal” en todo el mundo, cuyo objetivo fue crear un sector de alto consumo en el mercado de algunos países. Esta nueva clase media alta aumentó sus ingresos ligada a la mayor injerencia del capital extranjero y la apertura de la economía: agentes de bolsa, pequeños intermediarios importadores, profesionales en agencias de publicidad, abogados y contadores de los estudios de auditoría y consultoras de las principales empresas, empleados jerárquicos de las multinacionales y las subsidiarias que se de-sarrollaron asociadas a ellas, y que, en especial, todos ellos se hicieron directamente rentistas. Esta pequeñoburguesía acomodada19, base preferencial del primer plan Cavallo, votó con fervor por la reelección de Menem en el ‘95. Una parte de ellos giró al apoyo a Fernando De la Rúa en el ‘99 que les prometió “un peso un dólar”, y con los mismos objetivos conservadores pasaron momentáneamente por el voto a Cavallo en el 2000 y sostuvieron su entrada como eje del gobierno de la Alianza en marzo del 2001. Ante el declive del “salvador” de la convertibilidad, muchos pasaron a la oposición expresándose en el “voto bronca” en los barrios ricos de la Capital en las elecciones de octubre pasado. Ahora constituyen una gran parte de quienes tienen sus rentas atrapadas en “el corralito”, lo que la descoptó, por ahora, del viejo régimen. Hoy son una parte de los que protagonizan los cacerolazos y los bocinazos de sus “4x4” en las cálidas noches porteñas. A pesar de su pasaje a la oposición en la actualidad, lo que constituye un elemento desestabilizador de primer orden del régimen actual, sin embargo son la base potencial de un futuro “partido del orden” y de ensayos bonapartistas de derecha contra la clase trabajadora.

El proceso de recreación de una aristocracia pequeñoburguesa, fue inverso a lo que sucedió en el movimiento obrero en el que sólo la burocracia sindical, como casta separada de la clase y encaramada en las conducciones de los gremios, mantuvo o aumentó sus privilegios. El sostén del régimen a la casta parasitaria de los sindicatos, para pactar la liquidación de viejas conquistas de los convenios colectivos de trabajo de los años 70, fue uno de los elementos claves del bloqueo a la resistencia de la clase trabajadora que, sin excepción, vio caer sus salarios y condiciones de trabajo. El remate de las empresas del Estado fue acompañado de una política de mayor cooptación a la burocracia sindical, lo que facilitó la derrota de grandes huelgas de resistencia a las privatizaciones, con la llamada “propiedad participada”, una emulación del famoso “capitalismo popular” de Margaret Thatcher en Inglaterra. En este proceso un sector de la burocracia sindical se transformó directamente en socia empresaria de las patronales, participando de las ganancias de las nuevas empresas privatizadas. Mientras esto pasaba, eran despedidos más de medio millón de trabajadores de las viejas empresas públicas, lo que generó que la burocracia sindical, mucho más coptada al régimen, perdiera cada vez más apoyo y base social. En la Argentina, con la versión senil de la política thatcherista, se intentaron crear, en un primer momento, ilusiones en sectores de la clase trabajadora repartiendo “acciones” de algunas empresas privatizadas, la petrolera por ejemplo, y muchos otros fueron “beneficiados” con altas indemnizaciones por “retiros voluntarios”. Algunos armaban “cooperativas” para seguir prestando servicios a la empresa en la que antes eran asalariados, que rápidamente se hundieron. Otros, los más, con las altas indemnizaciones compraron pequeños comercios, o se hicieron cuentapropistas, pero fueron a la quiebra en poco tiempo. La ilusión de que una nueva capa de la clase obrera podía tener “movilidad social” en el escalafón de la sociedad capitalista, de trabajadores a pequeños propietarios, terminó rápidamente. Se confirmó la teoría marxista de que, en general, el fenómeno de una aristocracia obrera estable es excluyente de los países imperialistas donde se reparte, cada vez menos por cierto, en capas altas y mejores pagas de los trabajadores de las metrópolis las migajas de lo que extraen de los países semicoloniales desde donde remesan sus ganancias, dando lugar a mayor estabilidad a las burocracias y partidos obreros reformistas, y a las propias democracias de los países centrales. En el primer levantamiento del año 96 en la comunidad petrolera de Cutral Có y Plaza Huincul en Neuquén y años más tarde en Mosconi y Tartagal en Salta, un gran sector de estos trabajadores que habían pasado por la experiencia de las cooperativas, la pequeña propiedad comercial y el cuentapropismo, protagonizó, ahora como desocupados y por fuera del control de la burocracia sindical, los primeros piquetes e inauguró el método de los cortes de ruta, jalones revolucionarios del nuevo movimiento obrero argentino.

 

Casta política: corrupción y transformismo

 

Por último, ha entrado en crisis un importante elemento adicional de sostén de esta democracia burguesa. Lo que hoy llaman “crisis de representatividad”, es un eufemismo para intentar explicar la razón por la cual se realizan manifestaciones frente a casas de diputados, o los funcionarios son espontáneamente agredidos en la calle en escenas que hacen recordar al tratamiento que le daba el pueblo a los militares en los años 82-83 que, como ahora “los políticos”, no podían pasearse tranquilos por lugares públicos.

Este verdadero terremoto político se debe al odio acumulado en años en que mientras caían abruptamente los ingresos de más de 15 millones de argentinos bajo la línea de los índices oficiales de pobreza; diputados, senadores y funcionarios fueron una máquina de votar y aplicar leyes y decretos abiertamente antipopulares. La separación de la casta política, que en democracia burguesa depende de los votos, de las necesidades de la mayoría de la población no tiene precedentes en el país. Mientras una nueva élite de clase media alta, como dijimos más arriba, era la base preferencial de una democracia degradada con fuertes elementos autoritarios en el gobierno de Menem y de Cavallo en el último período de la Alianza, millones de las clases medias de la ciudad y el campo se pauperizaron, aproximándose cada vez más a las condiciones de vida de los trabajadores20. Profesionales y técnicos, muchos de ellos empleados en el estado, vieron caer sus ingresos; pequeños productores y comerciantes se superendeudaron o marcharon a la quiebra. Estos sectores jamás recuperaron las expectativas de ascenso y movilidad social que caracterizó a la antigua clase media argentina. Ni hablar de la clase trabajadora. Una de las pocas formas de ascender socialmente era “hacer carrera” como parte de la casta política muy bien paga.

El régimen democrático burgués argentino aplicó en escala superlativa lo que Perry Anderson señala como uno de los límites de la teorización de Gramsci: “Otra forma de poder de clase que escapa a la tipología principal de Gramsci es la corrupción- el consentimiento por la compra, más que por la persuasión, sin ninguna atadura ideológica. Desde luego Gramsci no era de ningún modo inconciente ni de la “coacción” ni de la “corrupción”. (...) Sin embargo nunca los intercaló sistemáticamente en su teoría principal para formar un espectro más sofisticado de conceptos” 21.

En el arsenal teórico de Gramsci encontramos, sin embargo, una categoría más sofisticada que permite comprender mejor, en toda su significación, este elemento adicional por el cual la burguesía logró mantener las formas, aunque cada vez más degradadas, de la democracia burguesa; y al mismo tiempo da cuenta del agotamiento de este régimen y sus políticos que la mayoría de la población denuncia. Este es el concepto de transformismo.

La idea de transformismo es tomada como el eje central del libro de Eduardo Basualdo anteriormente citado, que es una nueva usina ideológica del progresismo argentino, para explicar el mecanismo central de dominación de la fracción financiera del capital en las últimas décadas. ”El transformismo se caracteriza por ser una situación en la que los sectores dominantes excluyen todo compromiso con las clases subalternas, pero mantiene la dominación (hoy llamada “gobernabilidad”) sobre la base de la integración de las conducciones políticas de esas clases subalternas.”22.

Ahora bien, disentimos con Basualdo en la aplicación del concepto. Gramsci lo tomó del mecanismo con el cual la antigua burguesía italiana incorporó o cooptó a los representantes de las clases subalternas, en especial a los líderes e intelectuales que hablaban en nombre de los campesinos y otras clases desposeídas, en el proceso del Risorgimento. La unificación de Italia como nación burguesa, se realizó bajo la reaccionaria forma impuesta por los terratenientes del sur, es decir sin otorgar concesiones al campesinado, como era la demanda esencial de reforma agraria que sí había otorgado la Gran Revolución Francesa. El transformismo italiano consistió en que, para lograrlo, el partido que lideró el proceso (los Moderados), el ala derecha, utilizó los acuerdos y compromisos con el Partido de Acción, el ala izquierda. Gramsci denominó al proceso de la unificación burguesa de Italia como una “revolución pasiva”, pactada desde arriba, diferenciándola del modelo “jacobino” de la revolución francesa. De todas formas, aún siendo “no incluyente” del campesinado, esa burguesía realizó una tarea históricamente progresiva como la unidad nacional. Por ello aquel transformismo, la absorción de los intelectuales y representantes del pueblo sin dar nada a las masas populares, se realizó esencialmente mediante la influencia ideológica de una burguesía que, todavía, ejercía poder de atracción sobre otros estamentos subordinados. En fin, el transformismo italiano significó que para una tarea progresiva el sector más conservador de la burguesía subordinó (transformó) al ala izquierda.

La primer diferencia con los análisis de Basualdo y sus seguidores es que ponen bajo la categoría de “representantes de las clases subalternas”, tanto a los líderes del Partido de Acción como Giussepe Mazzini en la vieja Italia, como a los dirigentes del PJ y la UCR que fueron quienes nutrieron con abrumadora mayoría a la casta de funcionarios, diputados y senadores. Estos, siendo formalmente “elegidos por el voto popular”, representaron desde siempre a la burguesía argentina en su período histórico de decadencia y, al igual que ella, en las últimas décadas se subordinaron más que nunca a su majestad, el capital financiero. Ciertamente esto fue lubricado mediante los exageradamente altos sueldos de diputados, senadores, concejales y funcionarios, y la lisa y llana corrupción. Ciertamente no pocos líderes sindicales o caudillos barriales, en especial en el partido peronista, fueron parte de las listas de candidatos a iniciar su carrera política. Pero ni el PJ ni la UCR fueron “partidos populares” aunque antes gozaran de popularidad y votos, sino partidos de la burguesía en su época de reacción y siguieron a ésta como la sombra al cuerpo: se licuaron las diferencias entre estos componente del viejo bipartidismo burgués porque se unieron como fracciones de un mismo “partido de las finanzas”. Basualdo enajena la “representación política” de los intereses de clase, llevando a un extremo la “autonomía de la política”  hasta escindirla de sus bases materiales, es decir, pasando de considerarla relativamente autónoma a presentarla como independiente de la base económica, cuestión esta última en la que también suele deslizarse la teorización del propio Gramsci.

En realidad el caso paradigmático del verdadero transformismo argentino, no fue tanto el “menemismo” como señala el trabajo de Basualdo. El menemismo fue, en definitiva, la fracción política de los partidos burgueses más obsecuente con el capital financiero, que más reflejaba directamente la nueva alianza de privatizadas, grupos nacionales y banqueros acreedores; y al mismo tiempo que “robaron para la corona” lo hicieron para ellos mismos, convirtiéndose en la quintaesencia de la corrupción. En realidad, el verdadero “partido transformista” fue el Frepaso, algo que los análisis de Basualdo y los progresistas soslayan porque sería como nombrar “la soga en la casa del ahorcado”. El Frepaso surgió como nuevo partido de la pequeñoburguesía, reflejando, éste sí, a un sector amplio de las “clases subalternas”, en especial las clases medias empobrecidas. Su influencia creció por las denuncias “contra la corrupción” y con la promesa de instaurar “una nueva forma de hacer política”, y sus líderes, en su mayoría arribistas pequeñoburgueses y ex-dirigentes del stalinismo criollo, despertaban expectativas en sectores de masas que descreían de la vieja casta burguesa. Fue este el transformismo argentino que, ante el agotamiento del bipartidismo de peronistas y radicales, permitió una sobrevida al viejo régimen político, que ya había entrado en crisis en los años 96 y 97 con la debacle del menemismo. El Frepaso, como “ala izquierda” de la democracia burguesa, fue el escudo utilizado por la UCR encabezada por el ultraconservador De la Rúa para que, en esencia, el mismo bloque histórico dominante mantuviera el poder a través de la Alianza, logrando un tránsito pacífico en la sucesión presidencial del ‘99.

Más de fondo, las diferencias con la aplicación que hace Basualdo y el progresismo del concepto de transformismo es que los marxistas, igual que lo hacía Gramsci, lo tomamos como elemento adicional, subordinado. A Gramsci le interesaba más la cuestión de la revolución pasiva en la historia italiana que el mecanismo del transformismo en sí. En Argentina la cooptación de la casta política se pudo imponer en el marco de una democracia pos-contrarrevolucionaria o, lo que es lo mismo, parafraseando a Gramsci, en una contrarrevolución pasiva. Como dijimos anteriormente, ésta reconoce sus hitos fundantes en la contrarrevolución militar del ‘76 y el triunfo imperialista en la Guerra de Las Malvinas. Ninguno de estos hechos violentos contra la clase obrera y la nación oprimida tienen significación en el análisis de Basualdo. Es que para el progresismo “democracia y dictadura” son antagónicas, mientras que para los marxistas son dos formas, contradictorias sí, pero ambas para imponer la dominación de la dictadura del capital. La dictadura videlista no destruyó a la casta política de la democracia, como sí lo hizo con la vanguardia obrera y popular, sino que la preservó para que luego se reciclara en el 83, incluso con los honores de muchos de ellos, como el mismísimo Menem, de haber sido presos luego del golpe. A la vez el progresismo considera, al revés de los marxistas, inútil la ubicación en el campo militar de la nación semicolonial ante una guerra de agresión imperialista como la del ‘82. Ellos la consideraron simplemente “una aventura patriotera”, confundiendo el carácter a todas luces desclasado de la junta militar y del beodo General Galtieri en particular, con lo que los marxistas señalamos desde ese momento: un triunfo anglo-yanky iba a imponer “dobles cadenas para la Argentina” como se demostró, incluso permitiendo la consolidación del reaganismo-tatcherismo en el mundo. Los progresistas toman al “al pie de la letra” los análisis de Gramsci sobre las “democracias modernas” y los trasladan a la Argentina, porque les conviene abstraerse de que viven bajo una democracia semicolonial, vasalla, dominada por mil lazos por los centros imperialistas de poder y el capital extranjero, incluyendo a esas “instituciones” tan preciadas por la centroizquierda como el Senado norteamericano que apoya las denuncias “contra las mafias” de la diputada Elisa Carrió, pero dio luz verde a Bush para aplicar el ALCA, o la Fundación Ford que financia las actividades por “los derechos humanos” de Horacio Verbitsky, pero fueron parte de la patronal que perpetró la masacre a una generación de la vanguardia obrera en el ‘76. 

Por último, acorde con la definición de que el transformismo argentino funcionó para fines completamente contrarrevolucionarios, es decir que fue un transformismo de la completa decadencia burguesa y no de la época en que esta clase todavía resolvía a su modo algunas tareas progresivas, el bloque dominante utilizó no la influencia ideológica, como en el transformismo italiano al que se refería Gramsci, sino las prebendas materiales. Se demuestra que la clase burguesa no puede ya ejercer ninguna atracción simplemente a través de sus ideas: fue un transformismo venal, es decir de simple soborno.

El principio del fin de este transformismo fue la renuncia del vicepresidente Alvarez por la cuestión de las “coimas” en el Senado para votar la esclavista Ley de reforma laboral contra la clase trabajadora. La renuncia de Alvarez significó un golpe doble: a la poca credibilidad que en las clases medias bajas le quedaba al sistema político y al propio Frepaso cuyos miembros ni siquiera renunciaron porque estaban, y están, tan o más integrados que peronistas y radicales. Dicho sea de paso: aún estos líderes arribistas de la pequeñoburguesía se avinieron, no a la influencia ideológica del neoliberalismo, sino al transformismo venal: hasta los ex-cuadros del Partido Comunista argentino que fueron parte decisiva de la formación del Frepaso, entraron de tal manera “en el sistema” de prebendas y corruptela que merecen que el marxismo argentino apele a una nueva categoría para identificarlos: desde ahora los llamaremos ladri-stalinistas.

 

En la actualidad, sectores de la propia burguesía, en especial la que está ligada al imperialismo norteamericano, concientes del agotamiento de este mecanismo y el desprestigio de la clase política que tanto les ha redituado, quieren ahora utilizar el odio de las masas empobrecidas en un sentido reaccionario. Para hacer más eficiente y barata la burocracia estatal a su servicio, impulsan una “reforma política” desde arriba que achique el número de miembros y los gastos de los funcionarios y las cámaras parlamentarias. Por su parte, la dirección de la CTA no tiene otra cosa que decir más que hay que “avanzar hacia una justa redistribución del ingreso y la profundización de la democracia” planteando “estas cuestiones, a los ejecutivos provinciales y municipales, como también a las Legislaturas y Concejos Deliberantes”23, es decir nada menos que poner la tarea de “terminar con la pobreza” en las manos de la odiada casta política burguesa contra la que día a día se suceden manifestaciones. Antes que se imponga la reaccionaria salida de remozar la podrida democracia capitalista, la demanda popular de “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, superando el “gatopardismo” progresista, debe ser llevada hasta el final por los propios trabajadores y el pueblo que con las jornadas de diciembre identificaron como a uno de sus enemigos a toda la escoria política del viejo régimen.

 

Poco menos de veinte años han quitado gran parte del velo con que este régimen democrático cubre su carácter clasista. Todas sus instituciones fundamentales (Corte Suprema de Justicia, parlamento, poder ejecutivo, policía, etc.) son sindicadas por la población como parte de una verdadera “asociación ilícita” para esquilmar al pueblo. Pero los límites de esta crisis de la democracia burguesa están dados, de un lado porque aún no se han desarrollado las formas y organismos de democracia directa que muestren una alternativa superior al poder burgués, organismos de una “nueva legalidad” reconocida por las amplias masas, embriones de poder obrero y popular contrapuestos al deslegitimado régimen de democracia para ricos. Obviamente nuestros progresistas, que tanto citan a Gramsci, huyen de la perspectiva de ese “Ordine Nuovo”, como llamó el revolucionario italiano a su periódico dirigido a los consejos de fábrica de Turín a los que señalaba el norte revolucionario de los soviets rusos y del partido bolchevique de Lenin.

El otro gran límite es, en el marco de la decadencia general, que la institución más fuerte del viejo régimen sigue siendo el PJ que, ahora en el gobierno y con gran ayuda de la burocracia sindical, especialmente de las CGTs, actúa como “partido de la contención” pretendiendo evitar la irrupción del proletariado, y por ende constituye todavía un serio bloqueo para la construcción del gran partido revolucionario de los trabajadores con influencia de masas.

Por último: es evidente que la deslegitimación del régimen de conjunto que permite la irrupción violenta de sectores de las masas, es, antes que nada, la posición de los amplios estratos de las capas medias, principal base de apoyo de la democracia burguesa, que en cierta medida y tal como se les presentan las viejas instituciones, ya no confían en imponer la fuerza de su número mediante la aritmética electoral24. Pero por una combinación de los dos elementos anteriores, esto no significa para nada que el sufragio universal no siga siendo considerado por amplias masas como una vía para determinar sus destinos. Por esta razón es muy importante la demanda táctica de proponer ampliamente una Asamblea Constituyente Revolucionaria sobre las ruinas del viejo régimen, basada en el voto popular, que sólo los marxistas revolucionarios, y no los progresistas “democratizadores”, levantamos hoy para que las masas terminen de hacer la experiencia con la democracia burguesa y se movilicen en el camino de su propio poder obrero y popular.

 

 

4- Hegemonia y revolucion permanente

 

 

La matriz de la debilidad de la teorización de Gramsci, basada en el concepto de hegemonía es que éste es por definición endógeno y se abstrae de las relaciones con la economía mundial y la política internacional, o las toma como elementos de influencia pero no de constitución. Los regímenes políticos nacionales no son estructuras aisladas del plano internacional. Si bien cada una tiene su particularidad nacional “de origen” se trata de la articulación de una totalidad con sus jerarquías y dependencias mutuas. Se desenvuelve como resultado de la fragmentación de la economía mundo, “territorializando” una fracción del capital acumulado en el mercado mundial y, de la combinación de la relación de fuerzas internas de cada país con la política del imperialismo dominante, o de las disputas de los distintos imperialismos, a escala internacional. Este es otro elemento decisivo para entender la fortaleza relativa del régimen de la contrarrevolución democrática en la última década en Argentina y su crisis actual como eslabón débil de la cadena internacional. En última instancia, el poder de esa alianza de clases que detentó el poder en la Argentina provenía de ser la correa de transmisión de la fracción financiera hegemónica a escala internacional y de una relación de fuerzas favorable al imperialismo desde su triunfo en la Guerra del Golfo en el año 91. A esta relación de fuerzas material se agregó la pérdida de conquistas proletarias que significó la descomposición de los estados obreros deformados y degenerados; y fue acompañada por una superproducción de ideología exportada a escala planetaria: “el triunfo del capitalismo de mercado y la democracia”, lo único que verdaderamente “derramó” el neoliberalismo, después del pasaje de la burocracia de China, Rusia y del Este de Europa, abiertamente, al campo de la restauración capitalista.

Y si nuestra corriente pudo prever, en un número anterior de Estrategia Internacional, “el agotamiento de la contrarrevolución democrática”, es decir de los mecanismos de dominio de los regímenes como el que hoy estallan en Argentina, aún en momentos que triunfaba “la transición pactada a la democracia” en México y la Alianza llegaba aquí al gobierno con aires de “tercera vía”  a la europea, fue porque los caracterizamos como la política a la que echaba mano el imperialismo norteamericano para “administrar el declive de su hegemonía en el mundo”25.

En la actualidad: el giro de Norteamérica hacia la campaña guerrerista después del atentado del 11 de setiembre; la asunción al gobierno de EE.UU de ala imperialista de las corporaciones petroleras personificada por Bush en cierta disidencia con las viejas políticas de “salvatajes” del FMI en la era Clinton; la puja abierta en Latinoamérica entre EE.UU y Europa, y en Argentina en especial con España cuyos bancos y empresas habían ocupado posiciones de privilegio en la economía nacional; el temor norteamericano que, ante la recesión mundial, los gobiernos latinoamericanos se deslicen “al populismo” y establezcan ciertas barreras proteccionistas como contrapartida de la apertura indiscriminada de los ‘90; y la posibilidad de que otros países se sumen al bloque político de regateo con el imperialismo yanky que ya forman Brasil, Venezuela y Cuba; todos estos elementos son constituyentes de la crisis del régimen de dominio burgués en Argentina. 

Es cierto que Gramsci sostuvo que: “Hay que tener en cuenta, además, que a estas relaciones internas de un Estado-nación se mezclan las relaciones internacionales, creando nuevas combinaciones originales e históricamente concretas. Una ideología en un país más desarrollado se difunde en países menos desarrollados, incidiendo en el juego local de combinaciones.”26 

Sin embargo hay cierto “positivismo”, o mecanicismo entre el desarrollo burgués y las formas políticas de su dominio, en la afirmación gramsciana que señala que las “sociedades atrasadas y coloniales donde todavía tienen vigor formas que en todas partes han sido superadas”, por lo que su teoría hacía hincapié en que “después de la expansión del parlamentarismo, del régimen asociativo sindical y de partido (...) la fórmula de la ‘revolución permanente’ es desarrollada y superada en la ciencia política por la fórmula de la ‘hegemonía civil’”. 27

Desde principios de siglo Trotsky criticó al “marxismo vulgar” porque “se creó un esquema de la evolución histórica según el cual toda sociedad burguesa conquista tarde o temprano el régimen democrático, a la sombra del cual el proletariado, aprovechándose de las condiciones creadas por la democracia, se organiza y se educa poco a poco por el socialismo (...) Era la misma idea dominante en los marxistas rusos, que hacia 1905 formaban el ala izquierda de la Segunda Internacional (...) La teoría de la revolución permanente declaró la guerra a estas ideas demostrando que los objetivos democráticos de los países atrasados conducían, en nuestra época, a la dictadura del proletariado, y que ésta ponía a la orden del día las reivindicaciones socialistas. En esto consistía la idea central de la teoría”.28

De allí que la teoría de la revolución permanente sostenga que un país atrasado pueda llegar antes a la revolución proletaria, a la dictadura del proletariado, aunque más tarde, por el atraso de sus fuerzas productivas, al socialismo, como lo han verificado decenas de revoluciones proletarias en países atrasados a lo largo del siglo XX. La ley del desarrollo desigual y combinado, base de la teoría trotskista, parte de que cualquier concepto nacional, en la época de dominio imperialista sobre el mundo está íntimamente unido y en última instancia es una derivación, con sus particularidades nacionales, de la economía capitalista mundial. La teoría de la revolución permanente está basada en este pilar fundamental. Es sobre esta comprensión del sistema capitalista mundial en su conjunto que pudo llegar a la conclusión de que los tiempos de la revolución democrático burguesa en la Rusia atrasada y semifeudal de principios de siglo, podían ser comprimidos de tal forma, que devendría, por la mecánica misma del proceso revolucionario, en revolución obrera y socialista. Esto era así porque el peso social y político de las clases al interior estaba determinada en alto grado por la influencia del capital extranjero en el desarrollo capitalista ruso. Es sobre esta base del método marxista que Trotsky pudo superar dialécticamente los dos apotegmas de Marx que Gramsci toma como base de su análisis: (1) que ninguna sociedad se plantea tareas para cuya solución no existan ya las condiciones necesarias y suficientes, o no estén al menos en vías de aparición o desarrollo; y (2) que ninguna sociedad puede ser sustituida si primero no ha desarrollado todas las formas de vida implícitas en sus relaciones. Estas dos tesis ya no pueden ser aplicadas en el terreno de una formación social nacional, en esta etapa de la economía-mundo y de decadencia capitalista imperialista, en donde la totalidad es el sistema mundial, del cual se derivan, con sus particularidades los estados nacionales. Baste con agregar la importancia cardinal que tiene este concepto para estudiar la estructura y la dinámica de los países semicoloniales, cuya “formación social” está inextricablemente unida a una jerarquía mayor que es la totalidad del mundo capitalista.

Por todo esto es necesario tomar no sólo los aportes de Gramsci al concepto de crisis orgánica y hegemonía, sino el tratamiento más abarcativo que le da Trotsky al análisis de la estructura y dinámica de los estados capitalistas. Aún más si se trata de países capitalistas semicoloniales donde es decisivo el papel del capital extranjero.

De aquí se desprende la definición, que en general, le damos a los gobiernos de países como la Argentina: “El gobierno de los países atrasados, sean coloniales o semicoloniales, asume en general un carácter bonapartista o semibonapartista (...) El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui géneris, de índole particular. Se eleva por así decirlo, por encima de las clases”.29

Este punto lo desarrollamos en otro artículo de este número de Estrategia Internacional. Digamos aquí que, siguiendo esta matriz teórica, nuestra corriente ha acuñado la categoría de régimen de dominio, para dar cuenta de las relaciones de fuerzas recíprocas entre el capital extranjero, la burguesía nacional y la clase obrera, más allá de los regímenes institucionales que se sucedan episódicamente, de las formas y combinaciones que asuma el poder político.

Por último podemos decir, esquemáticamente que, las categorías de Gramsci son aportes valiosos al marxismo pero para explicar estructuras más o menos estáticas, es decir cuando no prima la polarización entre las tendencias a la revolución y a la contrarrevolución, sino en las que el proletariado, como explicamos más arriba, no hace desafíos revolucionarios al poder burgués. En esas situaciones no revolucionarias es cuando más sólidamente puede sostenerse la democracia burguesa que encubre las contradicciones de clases bajo la falsa idea de que “todos los ciudadanos son iguales ante la ley”. Así es que, pasados los 18 años de excepcional normalidad democrática en Argentina, en la situación revolucionaria abierta, la realidad es más aprehensible si combinamos los aportes de Gramsci, para entender el pasado, con las definiciones más dinámicas de Trotsky, más necesarias que nunca como guía para la acción revolucionaria.

 

La “democracia popular” y la revolución proletaria

 

Los desocupados y masas pobres que marcharon sobre los hipermercados en busca de alimentos, las clases medias con sus “cacerolazos” y marchas contra los bancos, y una amplia vanguardia juvenil que protagoniza enfrentamientos con la policía: todos ellos irrumpieron simultáneamente en las jornadas revolucionarias. Todavía se presenta la inercia de un frente unificado que podríamos llamar el bloque de diciembre, si ponemos bajo ese nombre al conglomerado de clases populares, incluidos los asalariados en general, que protagonizaron el embate de masas que derrocó a Cavallo y De la Rúa.

Esta primera fase del ascenso de masas, por momentos con irrupciones espectaculares, tiene un carácter predominantemente popular. Los ocho millones de asalariados, y en especial los trabajadores concentrados en los servicios, la industria y el transporte que fueron los primeros y principales opositores a De La Rúa y desgastaron su gobierno con ocho paros generales, sin embargo no fueron determinantes en los momentos álgidos de las jornadas de diciembre y hoy aparecen diluidos en “el pueblo”.

La tónica general es impuesta por las capas medias, especialmente de la Capital, más ilustradas, más politizadas y concientes. Sus masivas e inéditas protestas actúan como grandes acciones que amplifican las denuncias contra los enemigos del pueblo: los bancos, las privatizadas, los grandes grupos económicos, el gobierno y la casta política, cumpliendo un progresivo rol “educativo” hacia el resto de las clases explotadas.

Incluso, dada la crisis bancaria que imposibilita una salida aceptable para los ahorristas confiscados, es de esperar acciones aún más radicalizadas de los sectores medios, que pasen a la acción directa contra la propiedad capitalista. Pero aunque la clase media llegue a ocupar los bancos para exigir la devolución de los depósitos no podrá triunfar sin una alianza con los trabajadores, en especial los trabajadores bancarios. Los límites de la situación abierta están en que la clase trabajadora no está todavía en el centro de la escena: ni los batallones pesados de la industria que paralizarían efectivamente a “los grandes grupos económicos” ni las grandes concentraciones de los servicios que podrían atacar directamente a la yugular “a las privatizadas”. Los trabajadores estatales que, sí salen a la lucha por atraso de sueldos, sobre todo en las provincias, lo hacen diluidos en el torrente de masas, incluso con menos “personalidad” que las clases medias.

 

Aunque nuestras jornadas revolucionarias no alcanzaron el rango de la revolución de Febrero en Rusia  (en la cual el proletariado fue decisivo, se dislocó el aparato del estado burgués y se instauraron los soviets como doble poder), en la disposición de las clases en la primera fase posterior a los acontecimientos encontramos similitudes con Argentina.

Así definía Lenin aquella situación: “Desde el punto de vista de la ciencia y la política práctica, uno de los principales síntomas de toda verdadera revolución, es el aumento extraordinariamente rápido, brusco y repentino del número de ‘ciudadanos corrientes’ que comienzan a participar activa, independiente y eficazmente en la vida política y en la organización del estado. Así ocurre en Rusia. Rusia está hoy en efervescencia. Millones y millones de personas, que durante diez años estuvieron políticamente aletargadas, y políticamente aplastadas por la opresión espantosa del zarismo y por el trabajo inhumano al servicio de los terratenientes y capitalistas, han despertado, y sienten avidez por la política. ¿Y quienes son esos millones y millones de personas? Son, en su mayoría, pequeños propietarios, pequeños burgueses, gente que ocupa un lugar intermedio entre los capitalistas y los trabajadores asalariados. Rusia es el más pequeñoburgués de todos los países europeos. Una gigantesca ola pequeñoburguesa lo ha inundado todo y ha arrollado al proletariado con conciencia de clase, no sólo por la fuerza del número, sino también ideológicamente, es decir, ha contagiado a amplios sectores obreros y les ha infundido sus concepciones políticas pequeñoburguesas. En la vida real, la pequeña burguesía depende de la burguesía; porque su vida es la de un patrón y no la de un proletario (desde el punto de vista del lugar que ocupa en la producción social), y en su forma de pensar sigue a la burguesía.”30

Bajo el influjo de estas fuerzas sociales que despiertan a la vida política, la idea de “hegemonía civil”, con la que Gramsci denominaba el necesario bloque entre la clase obrera, los campesinos y las demás clases explotadas, es corrientemente mal usada por reformistas de todo tipo. Están los que señalan que en los cacerolazos está la “sociedad civil”, o “la multitud”, sin diferenciación de intereses y sectores de clase, y hasta los que creen ver que las Asambleas barriales de la Capital son, por sí mismas, los embriones de un poder antagónico al de la burguesía. Particularmente, la izquierda argentina ha perdido la brújula.

Esta primera fase del ascenso de masas ha dado lugar a la formación de decenas de asambleas barriales que agrupan a sectores de las clases medias bajas estafadas, estudiantes univesitarios y jóvenes asalariados y desocupados sueltos que participan ahí como “vecinos”, y votantes de la izquierda que viene de obtener más del 25% de los votos en la ciudad. Significan un fenómeno nuevo.

Es lógico que en esta situación, como en toda primera fase de un proceso revolucionario, y sin hegemonía proletaria, germine en las masas la idea de una “democracia popular”, de un gobierno con “el control del pueblo”. Subyace la ilusión de una semi-revolución, no proletaria sino popular. Pero lo que en sectores de masas son los primeros pasos y balbuceos de un cambio profundo en la conciencia de millones que avanza hacia la izquierda, en las direcciones de las organizaciones de la izquierda política es viejo oportunismo. Todas sus alas, desde la parlamentaria más lindante con la centroizquierda del diputado Luis Zamora hasta el Partido Obrero31, pasando por Izquierda Unida32, están imbuidas del espíritu reinante: la ilusión de la democracia pequeñoburguesa.

Aunque las clases medias cumplan por un período, como lo están haciendo, un rol deslegitimador del poder burgués, son incapaces, por su heterogeneidad y sus límites de clase, de constituir embriones de poder independiente al de la burguesía. Es ilusorio proyectar estratégicamente la acción de las clases medias como un todo homogéneo contra el viejo régimen político, como ya lo hemos analizado en relación al fenómeno del “voto bronca”33. En los choques aún más violentos que se están preparando en la caldera social, las capas medias se dividirán según líneas de clase. En la etapa revolucionaria que se ha abierto, sectores de ellas se inclinarán cada vez más a impugnar al régimen político por derecha, buscando definitivamente un hombre fuerte o un “partido del orden”, y otras capas tenderán hacia la izquierda junto a la clase trabajadora y las masas pobres, elemento indispensable de la alianza obrera y popular revolucionaria. Pero para ello la clase obrera debe ser un factor autónomo. El proletariado todavía no ha demostrado ser el más decidido y consecuente combatiente, no ha mostrado un camino independiente a las clases medias pobres porque él mismo no lo ha encontrado aún.

Si una oleada de huelgas duras y tomas de empresas, como se insinúa en algunas ramas de la industria quebradas, rompen el chaleco de fuerza de la burocracia sindical o se produce una acción histórica independiente hegemonizada por la clase obrera, del tipo del Cordobazo del ‘69, significaría el comienzo de una nueva fase del proceso revolucionario. Hasta tanto, esta es la cuestión fundamental que retrasa el calendario del proceso revolucionario en Argentina. Nuestra lucha por la formación de Coordinadoras de delegados obreros y piqueteros, Asambleas de trabajadores, o como se llamen los organismos de frente único que unan a ocupados y desocupados, y establezcan lazos con las Asambleas vecinales que actualmente reúnen a pequeños ahorristas y clases medias bajas de la Capital, es para construir la bisagra entre esta fase del proceso y la siguiente con la formación de embriones de órganos de poder obrero y popular. Toda la orientación táctica de los marxistas revolucionarios debe estar dirigida en ayudar a acelerar ese pasaje hacia una revolución proletaria abierta donde esté planteado que, unificando sus filas entre ocupados y desocupados, la clase obrera sea la conductora de una alianza de clases con los pequeños ahorristas, chacareros pobres y pequeños comerciantes arruinados.

 

1 “La debilidad de la burguesía nacional, la ausencia de una tradición de gobierno comunal propio, la presión del capitalismo extranjero y el crecimiento relativamente rápido del proletariado corta de raíz  toda posibilidad de un régimen democrático estable. El gobierno de los países atrasados, o sea coloniales y semicoloniales, asume en general un carácter bonapartista o semibonapartista”. León Trotsky, Los sindicatos en la era de decadencia imperialista.

2 Horacio Verbitsky, Página/12, 13 de enero de 2002.

3 Eduardo Basualdo, Sistema Político y Modo de Acumulación en la Argentina,  UNQ-FLACSO-IDEP, Bs. As., 2001.

4 José Nun, Anexo del libro Sistema Político y Modo de Acumulación en la Argentina.

5 No casualmente este hombre dirige un organismo de derechos humanos, el CELS, financiado por la siniestra Fundación Ford, y en la reciente guerra imperialista contra Afganistán, para justificar una política pacifista reaccionaria, ensayó una especie de “teoría de los dos demonios”: ni Bush ni Bin Laden.

6 La Política y el Estado Moderno, A. Gramsci

7 Idem.

8 Carlos Gabetta, “Y la sociedad dio un grito”, en Le Monde Diplò edición argentina, Nº 31.

9 Análisis de las situaciones. Correlación de fuerzas. Antología Manuel Sacristán, Ed. Siglo XXI, pag. 417.

10 Idem.

* Utilizamos este término, acuñado por el marxista francés Daniel Bensaid, para señalar los distintos tiempos, o la “no homogeneidad” de los mismos en los fenómenos de la historia y la naturaleza. 

11 León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa, Prólogo.

12 León Trotsky, Flujos y reflujos, 25 Diciembre 1921. En Naturaleza y dinámica del capitalismo y la economía de transición, CEIP, Buenos Aires, 1999

13 La excepción a lo que estamos diciendo es claramente el análisis de Gramsci sobre el fordismo y el estudio de la sociedad americana de conjunto.

14 Perry Anderson, Las Antinomias de Antonio Gramsci.

15 La endeblez de la democracia burguesa en los países atrasados, a diferencia de la solidez relativa en los países imperialistas, significa que la clase dominante nativa tiende a “gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado a las cadenas de la dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros”. León Trotsky, La Industria Nacionalizada y la Administración Obrera.

16 Estrategia Internacional Nro. 16, invierno de 2000. “Transiciones a la democracia: un intento del imperialismo para administrar el declive de su hegemonía”, Juan Chingo y Laura Lif

17 Es evidente que en lo que se refiere al proletariado industrial ha decaído en número y peso específico comparado con su punto más alto de concentración en el año 74 (de un millón y medio de entonces a menos de un millón en la actualidad). Pero así como nos oponemos a la definición de desindustrialización absoluta, planteada por la centroizquierda, y sostenemos que esta desindustralización ha sido relativa; sostenemos en consecuencia que, aún habiendo enviado a la desocupación a grandes masas obreras y estratificado a la trabajadores ocupados en capas de contratados, eventuales y “trabajadores en negro”, la penetración cualitativa de capital extranjero en los 90 reconcentró una nueva clase obrera en ramas, como la automotrices y la alimentación, además de grandes empresas de servicios, como es el caso de las telefónicas, y nuevos contingentes concentrados de empleados y empleadas de comercio en los grandes hipermercados.

18 Perry Anderson, Las Antinomias de Antonio Gramsci.

19 Según proyecciones hechas en base al Censo de 1991 este sector de pequeñoburguesía alta, cerca de 2 millones, representando el 15% de la población económicamente activa.

20 Según las mismas fuentes y proyecciones, pertenecen a distintos estratos de la clase media pobre más de 3 millones de personas, el 22% de la población económicamente activa.

21 A partir de esta crítica de Perry Anderson a los límites de la teoría gramsciana, Basualdo señala que: “En efecto una aproximación general al proceso argentino permite detectar esos factores materiales que, con distinta identidad según las distintas etapas, asumen un papel decisivo en la conformación del transformismo argentino. Los mismos son: la corrupción y los altos ingresos relativos que perciben los integrantes del sistema político, en un contexto social caracterizado por un agudo disciplinamiento de los sectores populares vinculado a una creciente concentración del ingreso”.

22 Sistema Político y Modelo de Acumulación en la Argentina, Eduardo Basualdo.

23 “Notas sobre la coyuntura. Informe sobre la reunión de la Mesa Ejecutiva Nacional de la CTA”, 7-01-2002.

24 “La democracia burguesa consigue realizar tanto mejor su obra, cuanto más apoyada está por una capa más profunda de la pequeñoburguesía (...) el valor de las riquezas que la pequeña burguesía vierte en el activo de las naciones ha bajado mucho más pronto que su importancia numérica. El desarrollo histórico se ha basado siempre, y cada vez más, en los polos opuestos de la sociedad – la burguesía capitalista y el proletariado... Cuando más perdía importancia social la pequeñoburguesía, menos capaz era de desempeñar la función de árbitro entre el capital y el trabajo. Numéricamente grande, la pequeñoburguesía de las ciudades y el campo, sigue, sin embargo, hallando su expresión en la estadística electoral del parlamentarismo”. León Trotsky.

25 Juan Chingo y Laura Lif, Transiciones a la democracia: un intento del imperialismo de administrar el declive de su hegemonía, en Estrategia Internacional N°16, Buenos Aires, invierno de 2000.

26 Antonio Gramsci, La Política y el Estado Moderno.

27 “El concepto político de la llamada ‘revolución permanente’, que surgió antes de 1848 como expresión científicamente desarrollada de la experiencia jacobina de 1789 hasta el Thermidor,  pertenece a un período histórico en el que los grandes partidos políticos de masas y los sindicatos económicos no existían todavía, y en el que la sociedad estaba aún, por así decirlo, en un estado de mayor fluidez desde muchos puntos de vista. Había un mayor retraso del campo y un monopolio prácticamente total de la política y el poder estatal en unas pocas ciudades, o incluso por una sola (París en el caso de Francia); un aparato de estado relativamente rudimentario, y una mayor autonomía de la sociedad civil respecto de la actividad estatal; un sistema específico de fuerzas militares y de servicios armados nacionales; mayor autonomía de las economías nacionales respecto de las relaciones económicas del mercado mundial, etc. En el período posterior a 1870, con la expansión colonial de Europa, todos estos elementos cambiaron. Las relaciones organizativas internas e internacionales del Estado se hicieron más complejas y sólidas, y la fórmula cuarentiochesca de la ‘revolución permanente’ es desarrollada y superada en la ciencia política por la fórmula de la ‘hegemonía civil’. En el arte de la política pasa lo mismo que en el arte militar: la guerra de movimiento se transforma en guerra de posición, y puede decirse que un estado ganará una guerra en la medida que se prepare minuciosamente para ello en tiempo de paz. La sólida estructura de la democracia moderna, tanto como organizaciones del estado como en cuanto complejos de asociaciones en la sociedad civil, son para el arte de la política lo que las ‘trincheras’ y las fortificaciones permanentes del frente son para la guerra de posición. Convierten el elemento de movimiento, que solía ser el ‘todo’ de la guerra, en algo meramente ‘parcial’. Esta cuestión se plantea para todos los países modernos, pero no para los países atrasados y las colonias, donde todavía tienen vigor formas que en todas partes han sido superadas y se han transformado en anacrónicas”. Antonio Gramsci, Cartas desde la Cárcel.

28 L. Trotsky, La Revolución Permanente.

29 León Trotsky, Escritos Latinoamericanos, CEIP, Buenos Aires, 1998

30 Lenin, El rasgo esencial de nuestra revolución.

31  “(...) esta clase media tiene una tradición ideológica formada en gran parte por el socialismo (...). En 1961,una espectacular votación en la Capital a favor de un candidato que defendía a la revolución cubana (Alfredo Palacios), llevaría a las revistas de la época a hablar del “domingo rojo en Buenos Aires” (...) Lo que tenemos ahora es una clase media que se ha insurreccionado contra su propio gobierno, de modo similar a la insurrección que protagonizaron los obreros, en gran parte peronistas, en junio y julio de1975, contra el suyo, que entonces había pasado a manos de Isabel Perón”. Jorge Altamira en Prensa Obrera, 11 de enero de 2002.

32 Izquierda Unida es la alianza entre el PC argentino y el MST. Este último la presenta como una “alianza táctica”, pero lo cierto es que ya lleva más de diez años en la convulsionada y cambiante historia nacional, ha resistido más que el “bloque histórico” burgués entre privatizadas y grupos económicos nacionales, más que la Alianza entre la UCR y el Frepaso, y se mantiene incólume mientras han cambiado más de media docena de presidentes, incluidos los dos mandatos de la década menemista.

33 En La Verdad Obrera, analizando los resultados de las elecciones del pasado 14 de octubre, decíamos que la masividad del “voto bronca” demostraba ya que las capas medias “no encuentran salida y descreen del viejo sistema de partidos que se reinstaló hace 18 años en la Argentina”. Pero que “La superficial contabilización del “voto rechazo” como un todo indiferenciado es engañosa porque no sirve para hacer un recuento de los sectores que van hacia la derecha o la izquierda en el medio de la crisis, a fin de preparar mejor la movilización extraparlamentaria de las masas y luchar por la alianza de la clase trabajadora con el pueblo pobre”. (La Verdad Obrera N° 91, periódico del PTS, 23 de octubre de 2001)

 

 

   

 

   
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